EDITORIAL

Dos preguntas “inquietantes” y un reto

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(EDITORIAL, 26/04/2013) ¿Cuánto resistirá la indignación, hasta convertirse en "indignidad"? Es una pregunta inquietante que algunos nos hacemos.

El espectacular impacto producido por el vertiginoso derrumbe económico y social en nuestro país, nos impide ver del todo los efectos perversos de largo plazo que aún nos aguardan. La velocidad con que “la España de las oportunidades” se ha convertido, casi de la noche a la mañana, en “la España de las desigualdades” –somos el cuarto país con mayor desigualdad de la Unión Europea- es difícil de asimilar tan pronto. La crisis ha servido de “efecto tobogán” para que la riqueza de los muchos, "se deslizara" a manos de unos pocos.

Y hasta ahora, la indignación de los ciudadanos de este país se ha expresado mayoritariamente de forma ejemplar, con protestas pacíficas y una resistencia cívica, consiguiendo que en algunos casos terminen siendo atendidas sus justas reivindicaciones.

Pero la crisis que enfrentamos es, como alguien la calificó, una “tormenta perfecta”. Es decir, una catástrofe económica y social de tal magnitud, en extensión y profundidad, que puede durar mucho más tiempo y ser mucho más cruenta de lo que nos atrevemos a pensar. Y existe el riesgo real de que acabe por agotar la “reserva moral” de nuestra sociedad.

Una reserva moral que, hasta ahora, nos está sirviendo para plantarle cara a las injusticias con dignidad... Pero, ¿qué pasará cuando las injusticias –como cabe esperar- terminen imponiendo la fuerza de su poder devastador? ¿Cuando la sociedad comprenda la enorme desigualdad de fuerzas de su lucha y vea superada su capacidad de resistencia?

DOS REACCIONES DIFERENTES

Es posible, entonces, que la fractura social se traduzca en un “sálvese quien pueda” y en un aumento de la violencia, la delincuencia, y de todo tipo de males, como hasta ahora observábamos “de lejos”, en otros países.

20130426-7aEsto es lo que, en algunos casos, sucede a la indignación: indignidad. Es la reacción del que se siente legitimado para “robar, porque a mi me han robado”.

Pero también hay otra forma de “indignidad”, que se manifiesta en las personas bajo la presión de una crisis aguda y extensa, que en lugar de exteriorizarla la interiorizan, en un doloroso proceso autodestructivo del andamiaje anímico y espiritual interior.

Son las personas que acaban derrumbándose y dándose por vencidas, convenciéndose de que, de alguna manera, “se merecen” lo que les ha pasado y se hunden en un estado de depresión profunda. Se sienten indignos y fracasados.

Frente a esta situación de creciente desigualdad y deterioro moral, ¿qué puede hacer la Iglesia de Jesucristo? Esta es la otra pregunta “inquietante”, pero en una interpretación libre y positiva de la palabra: es decir, que “no debería dejarnos quietos, sino impulsarnos a la acción.

Y hay muchas cosas que las iglesias estamos haciendo y debemos seguir haciendo. En nuestras iglesias se ora, se predica la esperanza, se denuncian las injusticias, se practica la ayuda mutua, se asiste a los más débiles... Todo esto lo estamos haciendo, en mayor o menor medida.

Pero hay algo más importante aún que quisiéramos destacar, por ser algo más desapercibido y que no tiene que ver tanto con lo que hacemos, sino con lo que somos y la manera en la que encarnamos en comunidad los valores del reino de Dios. Algo que, a las personas que han visto dañada su dignidad personal, las atrae y las restaura.

EL RETO: UNA VIVENCIA CONTRACULTURAL DEL EVANGELIO

En las iglesias evangélicas, normalmente, las personas se sienten tratadas como “iguales”. A ello contribuyen, entre otras cosas, nuestras estructuras de organización y gobierno dinámicas, flexibles y “horizontales”, donde cualquier nuevo miembro en la familia de la fe puede sentirse amado, respetado,  útil y saber que, incluso, puede llegar a asumir cargos directivos como obrero laico, o ser ordenado al ministerio por su propia parroquia local en virtud de su valía personal, dones y testimonio, sin tener que pasar por sofisticados, burocráticos y, en ocasiones, humillantes filtros corporativos.

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Hay quienes ven en estas características de las iglesias evangélicas, al menos parte de la explicación del extraordinario crecimiento y desarrollo de las mismas en Latinoamérica y en otras regiones del Tercer Mundo, donde las iglesias se han convertido en un atractivo y saludable “oasis” para las personas más humildes, golpeadas en su autoestima y dignidad personal por las grandes desigualdades e injusticias en sus sociedades.

Algo parecido a lo que sucedía en la iglesia del primer siglo, donde un sencillo pescador como Pedro, podía desarrollar un liderazgo reconocido por un intelectual erudito como Pablo, o un médico como Lucas. Donde una empresaria autónoma y "mujer" como Lidia, podía ser involucrada en un proyecto trascendente. Donde un esclavo o liberto podía llegar a ser Obispo; y una ex prostituta y un “principal” de la Sinagoga eran recibidos en la comunión como hermanos, sin diferencias ni discriminaciones de ningún tipo.

En una cultura como la nuestra, en la que la dignidad de las personas se mide por el “tanto tienes, tanto vales”, y en un tiempo cuando la crisis económica y el desempleo golpean con tanta dureza los cimientos de la igualdad social, las iglesias evangélicas podemos hacer mucho por acoger, amar y reconocer la dignidad que toda persona tiene delante de Dios, no solo con palabras, sino también –y muy especialmente- con una vivencia contracultural de los principios y valores del reino de Dios.

Actualidad Evangélica, 26 de abril de 2013.-