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OPINIÓN / por MÁXIMO GARCÍA RUIZ

El pecado de la equidistancia (En memoria de los descendientes de la Iglesia de Laodicea)

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20170609-4
 
"Cuando vinieron a por los judíos, no pronuncié palabra, porque yo no era judío..."
 
(MÁXIMO GARCÍA RUIZ*, 09/06/2017) | Para  Adolf Hitler (1889-1945), como para tantos alemanes de su generación, supuso un hecho humillante la derrota sufrida por Alemania en la Primera Guerra Mundial, de cuyo desastre no dudó en acusar  tanto a judíos como a marxistas, centrando su odio especialmente en los judíos, a los que muy pronto añadiría, por razones del más absoluto desprecio racial, a los gitanos.
 
Al frente del Partido Nacional Socialista (Partido Nazi) consiguió hacerse con el poder de forma democrática, después de haberlo intentado mediante un golpe de estado que fracasó. Una vez nombrado canciller puso en marcha su política nacionalista, imperialista, racista, antimarxista y su proyecto de extermino del pueblo judío.
Con el mismo empeño que puso en anexionarse a media Europa (cuyos dirigentes tardaron en  reaccionar ante lo que estaba ocurriendo), se impuso la tarea del genocidio judío, habilitando crematorios en los que más de seis millones de seres humanos fueron inmolados.
Estos son datos históricos al alcance de todos. Añadir que desde el año 1945 cuando Hitler optó por el suicido ante la derrota humillante que estaban sufriendo sus tropas, poniéndose fin a la cruenta y salvaje Guerra que asoló Europa y, por extensión, Japón, el mundo entero, incluido el pueblo alemán,  ha denostado y condenado los crímenes nazis, y cada año se celebran actos de condolencia, rememorando el Holocausto judío que, a no ser por mentes perversas, se acompaña por los buenos deseos de que nunca jamás vuelvan a producirse actos semejantes.
 

... la iglesia de Laodicea fue vomitada de la boca de Dios por su tibieza. La equidistancia es, con frecuencia, el refugio de los cobardes, de aquellos que ante el compromiso con la verdad  y la justicia, prefieren mirar hacia otro lado.

Pero hay un problema de fondo por el  que no queremos pasar por alto.  Cuando las milicias nazis recorrían  los barrios judíos e iban casa por casa llevándose en camiones a familias enteras judías a un destino incierto en un principio y claramente percibido más tarde, los vecinos observaban detrás de los visillos de sus casas, con tristeza, con miedo, con simple indiferencia, o tal vez con un cierto asentimiento, el macabro espectáculo.
 
Detrás de esos visillos había muchos de los pastores y líderes evangélicos; había  muchos sacerdotes y obispos católicos, no faltaban los catedráticos de las universidades, ni los médicos famosos, ni los abogados de prestigio, ni los políticos de convicciones democrático-cristianas. Detrás  de esos visillos se refugiaban en silencio miles y millones de cristianos que cada domingo acudían a sus respectivas iglesias a rendir culto a Dios, que en esos momentos decidieron mirar hacia otro lado.
 
¡Todos callaron! Sólo unos pocos, entre ellos el pastor luterano Dietrich Bonhoeffer  (1906-1945), levantó su voz a sabiendas de que se estaba jugando la vida.  También lo hizo otro colega suyo, Martin Niemöller (1892-1984), ambos fundadores de la Iglesia Confesante que se encargó de protagonizar un frente de denuncia militante del régimen nazi. Niemöller dejó expresado su sentimiento en defensa de la verdad y la justicia en el siguiente poema:

«Cuando los nazis vinieron a buscar a los comunistas,
guardé silencio,
porque yo no era comunista.
Cuando encarcelaron a los socialdemócratas,
guardé silencio,
porque yo no era socialdemócrata.
Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas,
no protesté,
porque yo no era sindicalista.
Cuando vinieron a por los judíos,
no pronuncié palabra,
porque yo no era judío.
Cuando finalmente vinieron a por mí,
no había nadie más que pudiera protestar.»

La cobardía y la falta de compromiso con la verdad y la justicia de muchos “buenos cristianos”, se confunde o identifica con frecuencia, con un “buenismo” culpable de “no querer  meterse en conflictos”, y así se refugian estas personas detrás de sus respetivos visillos contemplando cómo se producen injurias, acosos, injusticias o maledicencias, sin dar la cara a favor de la justicia, la verdad y todo aquello que signifique una defensa de los derechos humanos.

Salomón, después de informarse debidamente de la situación, optó por la justicia y concedió el hijo a la verdadera madre; Jesús siempre  se situó al lado de la justicia y puso con ello en riesgo su propia vida; la iglesia de Laodicea fue vomitada de la boca de Dios por su tibieza. La equidistancia es, con frecuencia, el refugio de los cobardes, de aquellos que ante el compromiso con la verdad  y la justicia, prefieren mirar hacia otro lado.


Autor: Máximo García Ruiz*, Junio 2017.


© 2017- Nota de Redacción: Las opiniones de los autores son estríctamente personales y no representan necesariamente la opinión o la línea editorial de Actualidad Evangélica.

20120929-1*MÁXIMO GARCÍA RUIZ, nacido en Madrid, es licenciado en Teología por la Universidad Bíblica Latinoamericana, licenciado en Sociología por la Universidad Pontificia de Salamanca y doctor en Teología por esa misma universidad. Profesor de Historia de las Religiones, Sociología e Historia de los Bautistas en la Facultad de Teología de la Unión Evangélica Bautista de España-UEBE (actualmente profesor emérito), en Alcobendas, Madrid y profesor invitado en otras instituciones. Pertenece a la Asociación de Teólogos Juan XXIII. Ha publicado numerosos artículos y estudios de investigación en diferentes revistas, diccionarios y anales universitarios y es autor de 21 libros y de otros 12 en colaboración, algunos de ellos en calidad de editor.

 

 

 

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La creación de los estados modernos europeos, tal y como los conocemos hoy en día, no hubiera sido posible sin la existencia de la Reforma protestante y su correlato, el Concilio de Trento, tal y como veremos más adelante.

De igual forma, la Reforma no hubiera podido tener lugar, en su inmediatez histórica, sin la existencia del Humanismo y su manifestación artística y científica conocida como Renacimiento. Ahora bien, para poder centrar el tema, tenemos que remontarnos a la era anterior, la Edad Media, y poner nuestra mirada inicial, como punto de partida, en la Escolástica, el sistema educativo, el sistema teológico que identifica ese período, así como en el Feudalismo como forma de gobierno y estructuración social.

Para el escolasticismo la educación estaba reservada a sectores muy reducidos de la población, sometida a un estricto control de parte de la Iglesia. A esto hay que añadir que el sistema social estaba subordinado, a su vez, al ilimitado y caprichoso poder de los señores feudales bajo el paraguas de la Iglesia medieval que no sólo controlaba la cultura, sino que sometía las voluntades de los siervos, que no ciudadanos, amparada por un régimen considerado sagrado, en el que sus representantes actuaban en el nombre de Dios.

La Escolástica se desarrolla sometida a un rígido principio de autoridad, siendo la Biblia, a la que paradójicamente muy pocos tienen acceso, la principal fuente de conocimiento, siempre bajo el riguroso control de la jerarquía eclesiástica. En estas circunstancias, la razón ha de amoldarse a la fe y la fe es gestionada y administrada por la casta sacerdotal.

En ese largo período que conocemos como Edad Media, en especial en su último tramo, se producirían algunos hechos altamente significativos, como la invención de la imprenta (1440) o el descubrimiento de América (1492), que tendrán una enorme repercusión en ámbitos tan diferentes como la cultura, las ciencias naturales y la economía. En el terreno religioso, la escandalosa corrupción de la Iglesia medieval llegó a tales extremos que fueron varios los pre-reformadores que intentaron una reforma antes del siglo XVI: John Wycliffe (1320-1384), Jan Hus (1369-1415), Girolamo Savonarola (1452-1498), o el predecesor de todos ellos, Francisco de Asís (1181/2-1226) y otros más en diferentes partes de Europa. Todos ellos, salvo Francisco de Asís, que fue asimilado por la Iglesia, tuvieron un final dramático, sin que ninguno de esos movimientos de protesta, no siempre ajustados por acciones realmente evangélicas, consiguiera mover a la Iglesia hacia posturas de cambio o reforma.

 

No era el momento. No se daban los elementos necesarios para que germinaran las proclamas de estos aguerridos profetas, cuya voz quedó ahogada en sangre. El pueblo estaba sometido al poder y atemorizado por las supersticiones medievales; las élites eran ignorantes y no estaban preparadas para secundar a esos líderes que, como Juan el Bautista, terminaron clamando en el desierto, a pesar de que su mensaje, como las melodías del flautista de Hamelin, consiguiera arrastrar tras de sí algunos centenares o miles de personas. ¿Cuál fue la diferencia en lo que a Lutero se refiere? La respuesta, aparte de invocar aspectos transcendentes conectados con la fe de los creyentes es, desde el punto de vista histórico, sencilla y, a la vez, complicada; hay que buscarla, entre otras muchas circunstancias históricas, en el papel y en la influencia que ejercieron el Humanismo y el Renacimiento. Existen otros factores, sin duda, pero nos centraremos en estos dos.

 

Identificamos como Humanismo, al movimiento producido desde finales del siglo XIV que sigue con fuerza durante el XV y se proyecta al XVI, que impulsa una reforma cultural y educativa como respuesta a la Escolástica, que continuaba siendo considerada como la línea de pensamiento oficial de la Iglesia y, por consiguiente, de las instituciones políticas y sociales de la época. Mientras que para la educación escolástica las materias de estudio se circunscribían básicamente a la medicina, el derecho y la teología,  los humanistas se interesan vivamente por la poesía, la literatura en general (gramática, retórica, historia) y la  filosofía, es decir, las humanidades. Con ello se descubre una nueva filosofía de la vida, recuperando como objetivo central la dignidad de la persona. El hombre pasa a ser el centro y medida de todas las cosas.

 

La corriente humanista da origen a la formación del espíritu del Renacimiento, produciendo personajes tan relevantes como, Petrarca (1304-1374) o Bocaccio (1313-1375), Nebrija (1441-1522), Erasmo (1466-1536), Maquiavelo (1469-1527), Copérnico (1473-1543), Miguel Ángel (1475-1564), Tomás Moro (1478-1535), Rafael (1483-1520), Lutero (1483-1546), Cervantes (1547-1616), Bacon (1561-1626), Shakespeare (1564-1616), sin olvidar la influencia que sobre ellos pudieron tener sus predecesores, Dante (1265-1321), Giotto (1266-1337), y algunos otros pensadores de la época. Estos y tantos otros humanistas, unos desde la literatura, otros desde la filosofía, algunos desde la teología y otros desde el arte y las ciencias, contribuyeron al cambio de paradigma filosófico, teológico y social, haciendo posible el tránsito desde la Edad Media a la Edad Contemporánea, período de la historia que algunos circunscriben al transcurrido desde el descubrimiento de América (1492) a la Revolución Francesa (1789).

 

El Renacimiento se identifica por dar paso a un hombre libre, creador de sí mismo, con gran autonomía de la religión que pretende mantener el monopolio de Dios y el destino de los seres humanos. El Humanismo y el Renacimiento se superponen, si bien mientras el Humanismo se identifica específicamente, como ya hemos apuntado, con la cultura, el Renacimiento lo hace con el arte, la ciencia, y la capacidad creadora del hombre. El Renacimiento hace referencia a la civilización en su conjunto.

 

En resumen, el Humanismo es una corriente filosófica y cultural que sirve de caldo de cultivo al Renacimiento, que surge como fruto de las ideas desarrolladas por los pensadores humanistas, que se nutren a su vez de las fuentes clásicas tanto griegas como romanas. Marca el final de la Edad Media y sustituye el teocentrismo por el antropocentrismo, contribuyendo a crear las condiciones necesarias para la formación de los estados europeos modernos. Una época de tránsito en la que desaparece el feudalismo y surge la burguesía y la afirmación del capitalismo, dando paso a una sociedad europea con nuevos valores.

 

Visto lo que antecede, estamos en condiciones de juzgar la influencia que este cambio de ciclo histórico pudo tener en la Reforma promovida por Lutero en primera instancia, secundada por Zwinglio, Calvino, y otros reformadores del siglo XVI, y valorar de qué forma estos cambios contribuyeron a la formación de los modernos estados europeos.

 

Pero éste será tema de una segundan entrega.

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