EN PERSPECTIVA / por Juan Manuel Quero
(JUAN MANUEL QUERO, 07/10/2014) | Muchas veces y en diferentes foros, --muchos de ellos paraeclesiales--, he oído con cierta insistencia, que las denominaciones nos dividen. De ahí que en estos foros, incluso se vea feo –incluso te llegues a sentir tenso si lo haces— pronunciar el nombre de alguna denominación. He podido constatar por experiencia, pero también por el análisis histórico-crítico, que formar parte de una denominación es una bendición, que redunda incluso en la unidad y el fortalecimiento del pueblo de Dios.
Yo no soy proclive al independentismo de grupos o poblaciones, sean quienes sean estos. No creo que sea saludable, socialmente hablando, formar sectores estancos para defender las idiosincrasias, a base de normativas, fronteras, y otras medidas que hagan difícil la interrelación fluida de los pueblos. Diciendo esto, seguramente se esté leyendo entre líneas todo el proceso que en estos momentos tenemos abierto respecto a Cataluña, pero, aunque esto también esté implícito --así como podría estar el que recientemente se tuvo con Escocia-- me refiero a planteamientos generales de índole sociológica, pero que también tienen que ver con la espiritualidad, la creencia, y la fe de las personas. Los pueblos han de tener facilidad de desarrollar sus características históricas, generacionales e identitarias, pero creo que han de hacerlo de forma natural, sabiendo que estas se componen de elementos permeables y flujos constantes, que mantienen vivos y actuales los principios y las proyecciones vitales de los pueblos. De otra forma, se podría llegar a un tipo de tribu, o de segregarismo al estilo de los Amish, pero a lo postmoderno.
Es bueno que los creyentes puedan agruparse según sus creencias, y que además puedan identificarse y desarrollarse libremente. El problema es cuando se convierten en grupos estancos, sin reflexión, y que además se elevan a un nivel de santidad, como si hubiesen llegado a ser perfectos como Dios |
Todo esto tiene una línea de pensamiento que podría seguir desarrollando en este nivel, pero en este caso, solamente quiero hacer el apunte a modo de ejemplo, para enfocar mejor lo que quiero decir sobre las denominaciones dentro del contexto evangélico o protestante.
Formar parte de un sector denominativo, o de una «familia denominacional», como algunos llaman, no es algo que deba tener un sentido peyorativo o divisorio en el sentido de alejarse o guardar distancia; sino todo lo contrario[1].
Es bueno que los creyentes puedan agruparse según sus creencias, y que además puedan identificarse y desarrollarse libremente. El problema es cuando se convierten en grupos estancos, sin reflexión, y que además se elevan a un nivel de santidad, como si hubiesen llegado a ser perfectos como Dios, y se aíslan para no contaminarse con los demás. Cuando conocemos lo que los hermanos de cualquier denominación creen, esto permite tener un contacto más fácil, de manera que sé con quienes trato; nos conocemos y podemos respetarnos desarrollando proyectos comunes. Los nombres no deben ser un motivo de división peyorativa, sino de distinción que haga más fácil la unidad, pudiendo encajar mejor aquellas convivencias y tareas que se puedan realizar juntos.
Unidad significa conocernos, y esto, nuestra identidad, permite asociarnos con más fuerza, para realizar proyectos en los que podemos conseguir objetivos comunes. Las mismas familias se presentan con sus nombres y apellidos, haciendo más fácil su identificación.
En la Historia del Cristianismo se puede observar esto, pues si bien con la misma Reforma Protestante del siglo XVI surge ya esa realidad, sería especialmente a partir del Puritanismo Inglés, y más tarde junto con el llamado Gran Avivamiento en Nueva Inglaterra (siglo XVIII), que se desarrollarían e impulsarían los grupos de iglesias que tendrían una confesión de fe, y una proyección y estructura característica. Estos grupos denominativos, llamados en EEUU denominaciones, tendrían un auge especial en el XIX.
El árbol se dividía en diferentes ramas, pero el tronco era común, pues siendo la raíz Dios mismo, lo básico en cuanto a lo soteriológico, y a lo que identificaba como hermanos corría por la sabía de todas las ramas, de manera que el fruto pudiera ser dado de forma misiológica, así como en la misma evangelización. La iglesia-estado como una institución oficial que controlara, dejó de ser una expresión única, y la unidad se daría de otras formas, que acompañarían avivamientos, y harían más fácil la comunión, y el poder ser uno, como una realidad que se da en una interrelación pragmática, y en la certeza de una parusía en la que todos los hijos de Dios[2], independiente de su denominación vivirán en unidad eterna. Bajo este prisma, he de decir, que no es la denominación lo que divide, sino la desobediencia a Cristo, a nuestro Dios.
En la Postmodernidad ya no está de moda ni el «denominativismo»[3], ni todo aquello que tenga que ver con una expresión identitaria; pero, es este tiempo, donde por la globalización, todo se relativiza, y parece que se pueden mixtificar verdades opuestas, en pro de una unidad global, es la época en la que más se necesita una identidad, que se dé en respeto de los demás, así como en el proceso de acercamiento «a la verdad absoluta», en todos los aspectos de nuestra vida.
Los principios que se esgrimen muchas veces para estar unidos, pero que relajan y flexibilizan nuestras convicciones de fe, conllevan una división interna que posteriormente brota de forma escandalosa y muy perjudicial. Además, esos mismos principios, son los que llevan ya no a mixtificar, sino a hacer un sincretismo con otras «verdades» que nada tiene que ver con el Evangelio, y que finalmente no solamente mata la unidad, sino a los mismos individuos que iniciaron este camino.
Hemos de seguir trabajando en obediencia a Cristo, cumpliendo con la encomienda de él recibida. Es en esta obediencia que se dará esa unidad inherente al Evangelio. Por esta unidad pedía Jesús en la conocida «oración sacerdotal»; y así también enseñaba el libro de Efesios:
[…] procurando con diligencia guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz.
[…] hasta que todos alcancemos la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, hasta ser un hombre de plena madurez, hasta la medida de la estatura de la plenitud de Cristo (4:3, 13).
[1] Si fuese un sector con ánimo doloso y destructivo, ya estaríamos hablando más bien de una secta, que es algo muy diferente.
[2] Aquellos cristianos que habían nacido de nuevo por la redención de Cristo, que se ofrece gratuitamente y se recibe por fe (Efesios 2:8-10).
[3] «Denominacionalismo» transliterado del inglés, y de uso común entro los evangélicos.
Autor: Juan Manuel Quero
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