BUEN FIN DE SEMANA
Procastinando
CRISTIAN FRANCO, 14/06/2013 | Una de las escenas reiteradas de mi adolescencia se presentaba ante la proximidad de un examen en la escuela. Mis compañeros y yo –salvo contadas y rarísimas excepciones– de pronto “comprendíamos” que había llegado el momento de rendir cuentas de nuestro estudio… y entonces éramos invadidos por el pánico por lo que significaba una inminente derrota.
Postergadores crónicos. ¡Lo sabíamos! Dejábamos todo para último momento, instante en el que entendíamos imposible lograr lo que no se había hecho en su debido tiempo.
Así, uno o dos días antes de la prueba, esbozábamos estrategias y artimañas de toda clase: leer extractos y resúmenes de libros (de dudosa procedencia académica), rogar que los alumnos más “aplicados” nos prestaran sus apuntes de clase, leer un poco (y a la ligera) acerca de cada uno de los temas, padecer un “súbito” malestar de salud por el que nuestros padres autorizaran nuestra ausencia, diseñar un ingenioso pero precario sistema de “recordatorios” y “ayuda memoria”, echar mano (en las materias donde fuera posible) de la capacidad de escribir respuestas abultadas, llenas de palabras y “adornos” del lenguaje, o simplemente bajar los brazos y aceptar la segura calificación negativa a la espera de una nueva chance.
Procrastinar. Verbo heredado del latín, de uso infrecuente y difícil pronunciación, que significa aplazar, diferir, posponer. En todas las instancias de la vida. En todos los estratos sociales. En todas las culturas. Es una actitud evidente que se manifiesta en cada ser humano. Ayer, hoy y en el futuro.
La procrastinación podría medirse considerando sus consecuencias. Por ejemplo, no es lo mismo perderse las entradas a un determinado concierto que sufrir graves problemas de salud por haber postergado un necesario cambio de hábito. No es igual perderse cierto descuento en la compra de productos que cosechar una relación distante con los hijos luego de años de negar tiempo para la familia. No es similar perderse un vuelo por llegar tarde al aeropuerto a extraviar el sentido de propósito en la vida tras mucho desatender el cuidado del ser interior.
¿Qué podríamos hacer para cambiar de actitud? Se me ocurren algunas respuestas, que por sencillas no significa que sean simples o fáciles de implementar (se requiere deseos, voluntad, tenacidad y constancia):
- Recordar cuáles hayan sido nuestras sensaciones y resultados cada vez que hemos procrastinado. Podría servirnos de ayuda ponerlos por escrito e incluso compartir la lista con alguien de nuestra confianza.
- Aprender a planificar. Mientras lo hacemos, deberíamos considerar un calendario real que descarte cualquier panorama idílico ajeno a nuestra situación de vida.
- Dividir la tarea en partes más pequeñas, por ejemplo: realizar un plan de lecturas, programar una dieta balanceada, destinar una determinada cantidad de tiempo cotidiano a la familia, etc.
- Ejercitar la disciplina. Se dice que lo que vale, cuesta. Concepto elemental pero vigente que necesitamos recordar a la hora de apegarnos a un plan coherente de sacrificio y de renuncia a los placeres inmediatos.
- Pensar en las recompensas, inmediatas y posteriores. Ayuda mucho tener presente lo que deseamos lograr y hacer un cuadro mental que figure cómo nos sentiríamos al momento de alcanzar nuestros anhelos.
Cada victoria sobre la procrastinación nos dará más confianza, fortalecerá nuestra voluntad, afirmará nuestra disciplina y nos ayudará a planificar con mayor sabiduría.
Autor: Cristian Franco
© 2013. Este artículo puede reproducirse siempre que se haga de forma gratuita y citando expresamente al autor y a ACTUALIDAD EVANGÉLICA como fuente.
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