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¿DE DÓNDE PROVIENE LA AUTORIDAD DEL PAPA DE ROMA?

Papado. Cronología de una representatividad usurpada

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papa-benedicto-XVI-2(A.EV, 19/08/2011) Aprovechando la visita del papa Benedicto XVI a España, y con un ánimo estrictamente divulgativo, rescatamos este artículo del teólogo y pastor bautista, Máximo García Ruiz, escrito para Protestantismo en 100 palabras (Ed. CEM), en el que traza de forma breve, pero nítida, el origen histórico de una institución religiosa -el Papado- que, al margen de cualquier base bíblica que pueda invocarse para justificar su figura (ninguna, desde una perspectiva bíblica evangélica-protestante), presume de una autoridad y representatividad -político/religiosa- exclusiva que convierten al Papa en el hombre más poderoso de la Tierra. El autor de este artículo explica los acontecimientos históricos con los que se construye el andamiaje que sostiene al Papado, y concluye lamentando que "Los esfuerzos del Vaticano II por equilibrar y recuperar algunos signos de la eclesiología neotestamentaria, tratando de introducir el principio de colegialidad y subsidiaridad y el robustecimiento de las iglesias locales, [fueran] muy pronto abortados por el ala más conservadora de la iglesia romana...".

Papado

| Máximo García Ruiz (Protestantismo en 100 palabras, CEM)

maximo
Máximo García Ruiz

El catolicismo* romano utiliza varios términos para referirse a su jefe supremo: Papa, Obispo de Roma (en referencia a la jurisdicción de su labor pastoral), Sumo Pontífice (título toma­do del emperador romano), Vicario (sustituto) de Cristo, Cabeza o Primado visible de la iglesia* universal (por encima de cualquier iglesia local). Cada uno de estos títulos encierra una serie de atributos que tienen su origen en situaciones his­tóricas muy concretas.

Por otra parte, sostiene la Iglesia Católica Romana que la insti­tución del papado, tal y como la conocemos actualmente, ha venido existiendo, ininterrumpidamente, desde los inicios de la Iglesia Cristiana Universal, arrancando de los mismos apóstoles, proyectando así la imagen de una sola iglesia universal, bajo la dirección del papa, de la que se han desgajado las iglesias ortodoxas orientales, las iglesias protestantes y la Iglesia anglicana.

Con independencia de otras consideraciones de índole espe­cialmente bíblica, es preciso señalar que semejante interpretación de los hechos no tiene ningún soporte histórico, ya que la realidad de la Iglesia Cristiana tiene una evolución plural que en manera alguna se corresponde con dicha imagen, entre otras razones porque hasta el siglo XI no se conoce un «colegio car­denalicio» que pudiera ejercer las funciones de nombramiento del papa tal y como en la actualidad ocurre, funciones que durante mucho tiempo ejercieron el clero y el pueblo de la ciu­dad episcopal directamente.

A partir del siglo V, la intervención de los emperadores en la elección de obispos llegó a ser definiti­va. Por otra parte, ni la Iglesia de Roma ni ninguna de las otras iglesias que fueron fundadas como consecuencia de la tarea evangelizadora de los apóstoles y de los primeros cristianos, entre ellos los cinco grandes patriarcados (Jerusalén, Antioquía, Roma, Alejandría y Constantinopla), reconocieron otra figura que a Cristo como cabeza única de la Iglesia y, siguiendo el ejemplo de los primeros cristianos que se reúnen en concilio o asamblea general (cf. Hch. 15) para resolver sus diferencias, acu­den a la celebración de los llamados Concilios Ecuménicos*: Nicea (325), I Constantinopla (381), Efeso (431), Calcedoni¿ (451), II Constantinopla (553), III Constantinopla (680/681), II Nicea (787), IV Constantinopla (869-870), a los que se confiere rango legislativo y autoridad suprema, convocados todos ellos por el emperador (en ningún caso por el obispo de Roma) y cele­brados bajo su protección y autoridad. Y a esto hay que añadir que el apóstol Pedro ni fundó la iglesia de Roma, ni ejerció como obispo de dicha iglesia, ni existen evidencias históricas serias de que ejerciera ninguna actividad en Roma, ni aún siquie­ra que muriera en dicha ciudad, aunque se dé por supuesto.

Las iglesias fueron copiando las formas de administración del Imperio, y algunas de ellas, las ubicadas en las ciudades más importantes, fueron cobrando con el tiempo mayor rele­vancia y sus obispos reclamaron cierta autoridad, pretendien­do colocarse por encima de los otros compañeros de episcopado. Éste fue el caso de Roma y Constantinopla, especial­mente. El Concilio de Nicea (325) confirmó la preponderan­cia de los obispos de Roma, Alejandría y Antioquía. En el de Constantinopla (381), al obispo de esa ciudad se le asigna el primer rango de honor después del de Roma. El de Calcedonia (451) coloca al obispo de Constantinopla en pie de igualdad con su colega de Roma.

Los obispos de las iglesias de mayor rango fueron tomando el título de «Patriarcas». El Obispo de Roma reclama para sí el título de «primus ínter pares», título que, por otra parte, no lleva unido ningún nivel de jerarquía ni supremacía, y que incluso las iglesias ortodo­xas de Oriente, por esa misma razón, no muestran ninguna reticencia en admitirlo aún hoy en día. Sin embargo, el obis­po de Roma nunca ha ejercido ningún tipo de primacía jurí­dica o apostólica sobre los patriarcados de Oriente, que fue­ron iglesias mayoritarias de la cristiandad, y que siempre han mantenido su autonomía, cada una de ellas respecto a las demás. En definitiva, el obispo de Roma no usaba durante ese tiempo título ninguno privativo suyo. Las expresiones papa, vicario de Cristo, supremo sacerdote, pontífice supremo, santo padre y algunos otros, se aplicaban igualmente a otros obispos.

De alguna forma, el obispo de Roma, ante la ausencia del emperador que traslada su sede a Bizancio, vino a encarnar las tradiciones romanas, tradiciones que fue asumiendo junto con algunos cargos civiles, por expresa delegación del emperador. Así el papa (término derivado de gr. Páppas, «padre», utilizado en los primeros siglos para referirse tam­bién a otros obispos, aparte del de Roma), progresivamente se va convirtiendo en el «Pontíficex Maximus» de Occidente (título al que había renunciado el emperador Graciano en el año 378, si bien sería recuperado posteriormente por Justiniano), en un proceso sutil de ir liberándose del poder imperial e ir equiparando su rango al del emperador.

La destrucción de Jerusalén, el desplazamiento de la capitalidad de Roma a Bizancio y el posterior rompimiento del imperio, la invasión del Islam en territorios de asentamiento de las iglesias orientales y la pérdida de las iglesias norteafricanas, la incorpora­ción de las tribus bárbaras al cristianismo bajo la influencia del patriarcado romano y algunos otros factores semejantes, hacen que la sede romana vaya ocupando una posición preeminente, tanto en el terreno religioso como en el civil (no olvidemos como hito importante la coronación de Carlomagno como emperador de Occidente (800) a cambio de los territorios que le configuran como señor feudal), y consiga ir sometiendo a su total soberanía a las iglesias de Milán, las Galias, Germania, España y Gran Bretaña, y con ellas a todo el occidente latino.

El Código de Justiniano (482-565) había convertido al obispo de Roma en el primer juez eclesiástico de todo Occidente. Si a eso se añade las donaciones de extensos territorios que los reyes francos hicieron a los papas y que permitieron crear los estados pontificios, la pro­liferación de documentos espurios (entre otros las famosas: Donación de Constantino, Decretales Pseudo-Isidorianas y el Decretum de Graciano), nos encontraremos con un proceso impa­rable que desembocaría finalmente en el absolutismo monárqui­co-papal de Gregorio VII-Hildebrando (1073-1085), que funda­menta la reforma* de la Iglesia en fortalecer la autoridad papal, e Inocencio III (siglo XIII), que sostiene que «el papa es el vicario de Cristo, ubicado en mitad de camino entre Dios* y el hombre». Este proceso de desviación sería ratificado en los concilios de Trento (1545-1563), que consolida el modelo de monarquía cen­tralizada y el inconcluso Vaticano I (1869-1870) que dogmatiza e institucionaliza la condición infalible del papado.

No será hasta el Sínodo romano de abril de 1059, poco después del rompimiento con las iglesias orientales (1054), que se confíe la elección de los papas al colegio de cardenales, siendo arranca­da dicha prerrogativa al poder temporal, si bien continuaba siendo necesaria la confirmación imperial para ratificar el nombra­miento de los papas. Decreto que, no obstante, no podría poner­se en práctica hasta mucho tiempo después; en realidad, hasta la pérdida de los estados pontificios (1870) el nombramiento de los papas estará sometido al control del poder civil.

En el siglo XV se establece la controversia por parte de algu­nos teólogos del entorno papal de anteponer la superioridad de los papas sobre los concilios y se comienza a sugerir la idea de que el papa pudiera o no equivocarse en cuestiones de fe*, mientras que los teólogos tradicionalistas mantenían que la infalibilidad únicamente podía atribuirse al conjunto de la Iglesia reunida en concilio. No obstante, sobre una arquitectu­ra montada a base de testimonios falsos y conocidas falsifica­ciones documentales (las Pseudo-Isidorianas especialmente), se va construyendo la doctrina de la infalibilidad del papa, que se verá ratificada en el Concilio Vaticano I, estableciendo el poder absoluto del obispo de Roma.

La turbulenta historia del papado, sus confrontaciones y pactos con el poder civil, que impuso y depuso a muchos de ellos, los nombramientos fraudulentos, conviviendo varios papas y antipapas simultáneamente, unos depuestos por otros y otras muchas historias en torno a esta institución, no son tema de este artículo, pero forman parte de la historia de la Iglesia Católico-Romana.

Los esfuerzos del Vaticano II por equilibrar y recuperar algunos signos de la eclesiología neotestamentaria, tratando de introducir el principio de colegialidad y subsidiaridad y el robustecimiento de las iglesias locales, serán muy pronto abortados por el ala más conservadora de la iglesia romana, siendo desautorizados y «lla­mados a capítulo» los teólogos y obispos más liberales, que cre­yeron que las reformas promulgadas en el Concilio iban en serio.

Bibliografía

Calvino Juan, Institución de la religión cristiana, 2 tomos, Fundación YA de Literatura Reformada (Países Bajos, 1981); Estrada, J.A., «Papado» i fl Nuevo diccionario de pastoral, San Pablo (Madrid, 2002); Gonzaga, /.. Concilios, 2 tomos, International Publications (Michigan, USA, 1965); Küng, Hans, La Iglesia Católica, Mondadori (Barcelona, 2002); Muirhcml. H.H., Historia del cristianismo, 3 tomos, C.B.P. (El Paso, Texas, USA. 1953); Seeberg, Reinhold, Manual de historia de las doctrinas, C.B.P. (Kl Paso, Texas, USA, 1963).

Fuente: "Papado", Máximo G. Ruiz - Tomado de Protestantismo en 100 palabras (Ed. CEM)

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