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SIN ÁNIMO DE OFENDER / por JORGE FERNÁNDEZ
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"Él también había estado pensando en el futuro con preocupación. Conocía las promesas que Dios había hecho a su padre de ser 'bendición para todas las naciones de la tierra'. También conocía los sentimientos que prevalecían en aquella cultura primitiva, donde los códigos de honor justificaban cultivar el odio y la venganza por generaciones"

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Imagen Freepik

(JORGE FERNÁNDEZ, 07/10/2024)

Y estos fueron los días que vivió Abraham: ciento setenta y cinco años. Y exhaló el espíritu, y murió Abraham en buena vejez, anciano y lleno de años, y fue unido a su pueblo. Y lo sepultaron Isaac e Ismael sus hijos en la cueva de Macpela…” (Génesis 25:7-9)

***

Los recuerdos y las emociones se agolpaban esa mañana en el corazón de Isaac, como las oscuras nubes en aquel cielo gris sobre su cabeza, y como la multitud creciente de familiares, amigos y vecinos que se acercaban al acto de despedida de los restos mortales de su padre en las proximidades de aquella cueva, en Macpela, donde hacía años atrás había llorado a su madre Sara.

Esta vez era distinto. La muerte de Abraham había sido plácida y esperada. Al fin y al cabo, había alcanzado los ciento setenta y cinco años. Además, él ahora era un hombre maduro, felizmente casado y más fuerte emocionalmente como para atender con entereza a la gente que venía a expresarle sus condolencias. Lo tenía todo bajo control y no esperaba sorpresas. O eso creyó, hasta que aquella figura entre la multitud que avanzaba en dirección a él le sacó de golpe de su ensimismamiento. Había pasado mucho tiempo, pero no tuvo dificultad en reconocer aquel rostro, tan familiar, como el de un fantasma que regresaba del pasado.

- ¡Ismael! ¿Tú por aquí? Tantos años… No pensé que vendrías al funeral

- ¿Y por qué no iba a venir?, dijo el aludido mientras besaba a Isaac en ambas mejillas.

- Bueno -balbuceó Isaac- cuando murió mi madre no viniste, así que pensé…

- Esto es distinto, ¿no? Abraham también era mi padre. Además… comprenderás que después de lo que tu madre Sara le hizo a la mía… y a mí mismo. Sus celos y sus complejos nos pusieron en peligro de muerte. ¡De no haber sido por la misericordia de Yahvé!

- Ya, sí, lo entiendo, pero…

- ¿Pero qué?

- Bueno, qué tú tampoco lo ponías fácil… ¿acaso ya te has olvidado de cómo me hacías la vida imposible, de tu acoso, las burlas y las bromas pesadas, cuando yo era apenas un crío?

- Eso eran cosas de niños, Isaac, ¡no me dirás que todavía me guardas rencor!

- ¡De niños nada! Tú me llevas 14 años, y eras un abusón.

- Bueno, bueno, reconozco que no me gustaba mucho tu carácter de “niño de mamá” y los privilegios que tenías en casa, pero ya ha pasado mucho tiempo y de eso no me acuerdo ni me quiero acordar. Te pido perdón si te hice algún daño. Pero, hablemos de otra cosa, me he enterado de que te has casado. ¿Qué tal te va? ¿Eres feliz?

- Rebeca es un encanto, es la mujer de mi vida, pero…

- ¿Pero qué?

- Pues, que ella anda muy triste porque no se queda embarazada. Llevamos tiempo intentándolo, pero nada. Creemos que es estéril.

- ¿Creemos, dices? ¿No está descartado que el estéril puedas ser tú? Eso es muy fácil de comprobar. ¿O me vas decir que…?

- Me casé con Rebeca virgen, si eso es lo que preguntas, y soy hombre de una sola mujer, así que no sigas… Y no empieces otra vez a burlarte de mí, por favor. Respeta que estamos ante la tumba de papá…

- Vale, vale, no digo nada. Pero ¿y qué vas a hacer?

- Estamos orando. Tengo la certeza de que Yahvé nos va a escuchar y que Rebeca nos dará hijos. No pienso recurrir a los trucos de mi madre, que tantas complicaciones… digo, que no me parece... perdona, no pretendía decir… no quería ofenderte a ti…

- No te preocupes; no me ofendes. Lo tengo superado. He tenido que luchar mucho tiempo con la idea de que mi propia existencia sea “un error”, algo que nunca debería haber acontecido. No he llegado al extremo de pensar en el suicidio, pero... Al final he aprendido que no soy el responsable de mi existencia, de mi vida, pero sí de lo que haga con ella. Y también sé que Yahvé “es capaz de escribir derecho sobre los renglones torcidos” de las malas decisiones de nuestros padres. Así que, me parece bien lo que tú haces, de seguir orando y esperando en Yahvé en lugar de recurrir a “triquiñuelas humanas”. Yo también creo que no hay nada imposible para Dios. En eso de la fe, los dos somos hijos de nuestro padre. Y reconozco que tú tienes tanta fe que, ¡seguro te nacerán hijos de a pares! Ya verás.

- ¿Y a ti como te va, Ismael? Me han contado que tú no te puedes quejar, que eres padre de varios hijos, y todos príncipes…

- Sí, Dios ha sido fiel y ha cumplido la promesa que les hizo a mi madre y a papá, de que me convertiría en el padre de una gran nación. Mis hijos son hombres valientes y nobles, y ese es otro de los motivos por los que estoy hoy aquí…

- ¿Qué quieres decir?

- Bueno, hay algo que me preocupa. Ya sabes lo distanciados que hemos estado nosotros todos estos años. Los problemas de nuestras madres, los favoritismos de nuestro padre hacia ti, los celos... Me gustaría dejar atrás todo eso. No quisiera que nuestros hijos, los míos y los que Yahvé te dará a ti, que estoy seguro serán muchos y muy fuertes, hereden de nosotros un rencor o un distanciamiento que les pueda contaminar con la maldición del odio y de la venganza por generaciones.

Isaac se acarició la barba con gesto pensativo, mientras sopesaba las palabras de su hermano. Él también había estado pensando en el futuro con preocupación. Conocía las promesas que Dios había hecho a su padre, de ser “bendición para todas las naciones de la tierra”. También conocía los sentimientos que prevalecían en aquella cultura primitiva, donde los códigos de honor justificaban cultivar el odio y la venganza por generaciones. Sentía que el destino le había impuesto una responsabilidad enorme sobre los hombros y se sentía incapaz de hacer alguna contribución significativa que “ayudara” al cumplimiento de esa bendición trascendente prometida a Abraham y a su descendencia. Sin embargo, ahora, la presencia de su hermano en el funeral de su padre le brindaba una oportunidad…

- Entiendo lo que dices, y te lo agradezco. Tenía razón mi padre cuando me hablaba de ti. Te tenía un gran cariño y sé que a veces te lloraba en silencio.

- Y yo a él. Yahvé lo sabe.

- Ven, Ismael, dame un abrazo, y llevemos juntos el cuerpo de nuestro padre a su descanso eterno. Te cedo el honor de elevar una plegaria a nuestro Dios.

- Gracias, hermano. Quiera Dios que este momento solemne no pase desapercibido para nuestra descendencia. Que no sea sólamente un renglón (o versículo) perdido en la biografía de nuestro padre, en medio de una larga historia marcada por interminables enfrentamientos. Y ahora que lo pienso, el hecho de que la muerte de nuestro padre pueda ser el momento de nuestro acercamiento y reconciliación, me recuerda aquello que nos decía él cuando sacrificaba un cordero en el altar, ¿cómo era…?

- Sí, él tenía la corazonada de que en un futuro Yahvé proveería a la humanidad de un Cordero último y definitivo, cuya muerte propiciaría la reconciliación de toda la raza humana.

- Sí, lo recuerdo, eso decía. ¡Ojalá se cumpla su corazonada!

- ¿Qué has dicho, Ismael?

- He dicho que, OJ-alá… ¡Qué Yahvé lo quiera así!

- Ah, claro, ya veo que has aprendido idiomas. Pues eso, "Oj-alá" y ¡Shalom!

- Eso es, ¡Salam!, digo... ¡Shalom! Paz de Dios para nosotros, para todos los hijos de Abraham, y para todas las generaciones.

***

© Jorge Fernández – Madrid, miércoles 7 de octubre de 2024.-

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© 2024. Este artículo puede reproducirse siempre que se haga de forma gratuita y citando expresamente al autor y a ACTUALIDAD EVANGÉLICA. Las opiniones de los autores son estrictamente personales y no representan necesariamente la opinión o la línea editorial de Actualidad Evangélica.

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