APRENDER A DESAPRENDER / por JUAN MANUEL QUERO
"La oración debería ser una asignatura en nuestros seminarios..."
Pintura de óleo sobre tabla, cuya imagen original corresponde a la fotografía a blanco y negro que retrata a Charles Wilden, por el fotógrafo Eric Enstrom, conocida como «Grace» de 1918 (Bovey, Minessota) / Ver más
(JUAN MANUEL QUERO, 01/03/2024) | Es muy frecuente oír a los periodistas, y leer en los medios de comunicación, así como en documentales y doblajes de películas, que los evangélicos rezan. Esto puede deberse a la falta de un conocimiento o a una cultura suficiente, que permita entender a los evangélicos, al menos en términos generales.
Los evangélicos no rezamos, en el sentido que se suele entender popularmente por la mayoría de las religiones, así como por algunas confesiones cristianas; no rezamos en cuanto a recitar oraciones de memoria, como fórmula que implica una penitencia o medio para perdonar los pecados. Tampoco los evangélicos oramos en base a unas oraciones que previamente han sido aprobadas o usadas por la iglesia.
La oración que eleva el pueblo de Dios en general, así como cada creyente, es algo sencillo que se hace en libertad y en sinceridad. Es fácil ver idolatría e influencias nada bíblica encerradas en la forma de rezar. Hay quienes usan rosarios, cuentas, amuletos, estampas, ciertas abluciones; unos lo hacen de rodillas, otros lo hacen de pie; y están los que creen que deben dirigirse hacia un lugar de un punto geográfico, etc. Iniciativas personales han desarrollado todo un sistema, incluyendo en el mismo, un calendario, una dieta, unas fórmulas, unos rezos o recitaciones, o un tipo de indumentaria, entre otras muchas cosas más. Lo cierto es que la oración evangélica, es muy sencilla, pero las diferentes influencias y la misma imaginación humana pueden confundirnos.
La oración evangélica es la que nos enseña Jesús, dándonos los principios adecuados para orar. Esta oración que se recoge en los evangelios sinópticos de Mateo y Lucas, y que se conoce como el «Padre Nuestro» (Mateo 6:5-15; Lucas 11:2-4), conlleva toda una revelación divina; es el corazón que mueve otras muchas indicaciones acerca la oración, mostradas en el Antiguo Testamento y en las mismas enseñanzas de Cristo (Juan 14:14; 16:24) y de la iglesia incipiente de Jerusalén (Hechos 1:6; 6:6; 16:25 ss.). Es una expresión general que nos indica que entramos en contacto con Dios[1].
La oración debería ser una asignatura en nuestros seminarios, y quizás no está en ninguno ya que no se le reconoce cierto carácter de cientificidad. Pero precisamente, esta instrucción fue la única que de forma explícita los discípulos pidieron a Jesús. No pidieron que se les enseñara a expulsar demonios, ni siquiera a evangelizar, tampoco le rogaron que les dijera como tenían que adorar, pero si le dijeron: «Señor, enséñanos a orar» (Lucas 11:1).
La oración evangélica es trinitaria. Cuando oramos nos dirigimos al Padre: «Padre nuestro»); lo hacemos en el nombre de Jesús: «Si algo pidiereis en mi nombre, yo lo haré»; con la ayuda del Espíritu Santo: «[…] pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles» (Romanos 8:26). Cuando oramos Dios nos envuelve; nos comunicamos con nuestro querido Dios, que es trino, no solamente como concepto teológico sino como ese gran Dios que experimentamos, como Padre o como Papá. Nuestro Dios Padre nos habla de corrección, amor y cuidado. Nuestro Dios Jesucristo, nos defiende, nos muestra perdón y salvación. Nuestro Dios Espíritu Santo, nos ofrece guía, consuelo, poder y ánimo. Cuando oramos a este precioso Dios, nos sumergimos en los mismos principios de vida que nos son necesarios para renovarnos, para ser impulsados hacia lo correcto, para ver los retos y metas que Dios nos ha puesto por delante, con un brillo de esperanza, ante el cual nos sentimos ilusionados: «[…] la oración es hablar con el Dios eterno gracias a la obra mediadora de Cristo en favor de cada uno de nosotros y es el Espíritu Santo el que nos guía a abrir esta comunicación.»[2]
La oración evangélica nos conecta con el cielo. Poca iconografía nos ha quedado de los primeros cristianos, de los que podríamos decir que eran realmente evangélicos, de los que tenían la Biblia como su guía. Esto es lógico, pues hacer representaciones era algo que podría llevar a la idolatría y por lo tanto no se practicaba. No obstante, la representación más antigua del arte cristiano es una mujer orando, supuestamente Priscila. Se encuentra en la Catacumba de Priscila, en Roma, y data del siglo III. La perspectiva es desde arriba, mostrando que Dios la está mirando, sus manos se extienden también hacia el cielo, y ora con los ojos abiertos dirigidos también a lo alto. La oración nos conecta con el cielo: «Padre nuestro que estás en los cielos». Las oraciones de los santos, de los hijos de Dios, ascienden hacia el cielo como el incienso en el altar del templo (Apocalipsis 5:8). La oración nos lleva a la dimensión del cielo, al lugar donde «el no puedo» se convierte en «sí es posible».
Cuando oramos una escalera se despliega desde el cielo hacia la tierra, y como en el caso de Job, podemos ver ángeles que suben y descienden, es decir, que la tierra se une al cielo. Es en la oración donde la voluntad de Dios, como una perspectiva del cielo, nos da la visión para la tierra, para llegar a las personas que necesitan a Cristo, para ver la necesidad y entender el medio que todavía es posible para rescatar a muchas almas que se pierden. Jesús nos enseña a orar mirando al cielo: «Hágase tu voluntad como en el cielo, así también en la tierra» (Mateo 6:10). Lo que Dios decide arriba, es lo que debemos procurar que ocurra abajo, «como en el cielo» tenemos que buscar que su voluntad se cumpla en la tierra. Por ello, como Ezequiel, tenemos que ver el templo celestial; tenemos que orar dirigiendo nuestra mirada al cielo, porque allí los parámetros humanos son trascendidos por los divinos y podemos entender que para Dios no hay nada imposible.
La oración evangélica es el combustible de la iglesia evangélica. Hoy, como en tiempos del profeta Elías, seguimos rodeados de baales y de profetas que sirven a estos falsos dioses; pero hoy también sigue habiendo muchas personas que están buscando a Dios, que no han doblado sus rodillas a los dioses falsos de este mundo (1ª Reyes 18:20 ss.; 19:18). La oración implica poner nuestras vidas en el altar de los sacrificios para que Dios los reciba. Hoy frente a muchos altares paganos, sigue habiendo un altar que recibe fuego, que arde; un altar donde Dios se manifiesta para que nuestro testimonio haga callar a los enemigos y traiga vida a los que se quebranten. Necesitamos como en el día de Pentecostés, que el fuego del Espíritu Santo caliente y anime a las iglesias, al pueblo de Dios; y esto se produce cuando clamamos a Él.
Karl Barth en su libro «La oración según los catecismos de la Reforma» nos recuerda que la Reforma no se dio solamente bajo tres principios –«Sola scriptura, sola gratia, sola fide»--, por los cuales se luchó. Él afirma que fue mucho más que todo eso: «Por lo que sabemos, fue también un acto continuado de oración, una invocación, y añadamos además, una acción de hombres, de ciertos hombres [y mujeres], al mismo tiempo que un acto de acogida por parte de Dios.» [3]
Barth reconocía que los reformadores podrían tener muchas diferencias acerca de las confesiones doctrinales, pero había algo en lo que estaban de acuerdo, algo que les unía y les daba fuerza, y esto era la oración. Ni siquiera discutieron en cuanto a liturgias de oraciones, es más, en esto no había liturgia, no se hacía distinción entre la oración personal o privada y la oración comunitaria, se sabía y se decía y se acordaba, que lo importante era orar, y hacerlo en libertad y de corazón. La oración no es algo mecánico, es algo de la intimidad de adentro, del interior que abre pasillos para expresarse y recibir (escuchar) a Dios. Los reformadores no marcaron una distinción entre oración explícita, la que se expresa en voz alta, y la implícita que más que en palabras se expresa en sentimientos, en el pensamiento, pues a la luz de 1ª Tesalonicenses 5:17, se entendía que «…la oración es a la vez palabra, pensamiento y vida.»[4]
El mayor adalid de la Reforma Protestante, Martín Lutero, tenía en sus argumentos un sentido claro de que la oración levanta murallas de protección. Lutero entendía que humanamente no se podía luchar contra todos los enemigos de la Reforma, que esta se podría llevar a cabo gracias a la batalla que se libraba en oración.
El evangélico ora confiando en un Padre amoroso, que es el que salva, el que escucha, el que disciplina, el que quizás no nos dé todas las respuestas; pero el que es Padre nuestro, y quiere serlo también de aquellos que no lo son, y espera que le escuchemos para recibir su amparo, y para ser amparo a otros que no lo tienen.
Muchos son los que dicen de mí:
No hay para él salvación en Dios…
Sobre tu pueblo sea tu bendición. (Salmo 3:1, 8)
Ten misericordia de mí, y oye mi oración.
Sabed, pues, que Jehová ha escogido al piadoso para sí;
Jehová oirá cuando yo a él clamare.
Temblad, y no pequéis;
Meditad en vuestro corazón estando en vuestra cama, y callad. (Salmo 4:1a, 3-4)
Apartaos de mí, todos los hacedores de iniquidad;
Porque Jehová ha oído la voz de mi lloro.
Jehová ha oído mi ruego;
Ha recibido Jehová mi oración. (Salmo 6:8-3)
Inclina, oh Jehová, tu oído, y escúchame,
Porque estoy afligido y menesteroso. (Salmo 86:1)
Llegue mi oración a tu presencia;
Inclina tu oído a mi clamor. (Salmo 88:2)
Los que sembraron con lágrimas, con regocijo segarán.
Irá andando y llorando el que lleva la preciosa semilla;
Mas volverá a venir con regocijo, trayendo sus gavillas. (Salmo 126:5, 6)
Estos fragmentos de los libros de los Salmos nos hablan de la importancia de expresar a Dios lo que deseamos, y para ello utiliza palabras como oración, clamor y ruego. No vamos a tratar aquí matices y diferencias en tres distintas formas de orar, como hacen muy bien algunos, utilizando estos términos. Sí quiero reflejar con esto último que hay diferentes niveles de inquietud y deseo que nos hacen acercarnos y comunicarnos con Dios con diferente intensidad, siendo esto algo íntimo y personal en lo que a veces hay alegría y otras llanto, pero donde Dios siempre traerá una respuesta de consuelo y esperanza.
El Dios de la salvación, también espera que en nuestro corazón esté el deseo que nos haga clamar y rogar por la salvación de este mundo, porque esto es unirnos a su voluntad, y en este acercamiento a Dios se desata un gran poder donde el Espíritu Santo impulsa a la Iglesia a predicar y a los incrédulos a estar convencidos de su pecado, para volverse a Dios.
*** Notas:
[1] Cf. Lothar Coenen y otros. Diccionario teológico del Nuevo Testamento. Vol. III. Salamanca: Ediciones Sígueme, 1983, p. 212.
[2] Ruth Giordano Torres. «Oración». En: Máximo García Ruiz (ed.). El Protestantismo en 100 palabras. Madrid: Consejo Evangélico de Madrid, s.d., p. 271.
[3] Karl Barth. La oración según los catecismos de la Reforma. Salamanca: Ediciones Sígame, 1969, 11.
[4] Ibídem, p.16.
Pintura de óleo sobre tabla, cuya imagen original corresponde a la fotografía a blanco y negro que retrata a Charles Wilden, por el fotógrafo Eric Enstrom, conocida como «Grace» de 1918 (Bovey, Minessota). Foto de pintura personal de Juan Manuel Quero. En este caso podemos ver, a un anciano dando gracias a Dios por los alimentos que tiene sobre la mesa, costumbre que identifica también la oración evangélica.
Autor: Juan Manuel Quero Moreno
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