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OPINIÓN / POR MÁXIMO GARCÍA RUIZ

La verdad es la realidad.  Un lugar en el que quepan todos

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La verdad es la realidad, ha sentenciado el presidente del gobierno español para dar cobertura a determinadas formas de hacer política. Lo cierto es que la verdad que contemplamos, es decir la realidad del mundo en el que vivimos, no puede ser más discriminadora..."

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Foto de James Beheshti en Unsplash

(Redacción, 26/01/2024) El tema de la inmigración ha vuelto a convertirse en el caballo de batalla de la sociedad y, sobre todo, de la clase política española. Es, probablemente, uno de los temas más acuciantes no solamente de España, sino de la Unión Europea y del mundo, por razones diferentes, tal vez antagónicas, tanto del mundo occidental como del llamado Tercer mundo, contemplado desde una parte como oportunidad y por otra como problema.

Aquellos que lo contemplan como problema, hablan de la invasión de los inmigrantes, relacionando inmigración con delincuencia. Esa actitud produce el miedo “al otro”, “al diferente”.

Aquellos para perciben la inmigración como una gran oportunidad, consideran que la inmigración produce riqueza cultural, desarrollo de la economía, apoyo contributivo a la Seguridad Social, solución a los problemas de falta de cuidadores y servicios sociales…

Sea como fuere, es evidente que vivimos tiempos de grandes cambios que afectan directamente a nuestra manera de vivir. Ya en el siglo pasado se universalizó el término globalización. Globalización de la economía; tal y como algunos analistas sociales han constatado. Cuando la Bolsa de Tokio o la de los Estados Unidos estornuda, la economía de Europa se constipa y la del Tercer mundo sucumbe víctima de una pulmonía. Globalización de la enseñanza y de la cultura; ropa, cine, música... todo cobra un sentido global. Globalización de los medios de comunicación, de la ciencia, del arte, de los supermercados... Idéntico modelo, las mismas marcas, en cualquier parte del mundo.

El resultado no es que las poblaciones más empobrecidas hayan adquirido niveles de bienestar semejantes a los que se disfruta en el Primer mundo. Por el contrario, cada vez son más gigantescas las masas de hombres, mujeres, ancianos y niños que se ven obligados a desplazarse de un sitio a otro, errantes, sin un lugar adecuado para ellos. Riadas de inmigrantes jugándose la vida cruzando el mar, sorteando barreras físicas y humanas salvajes y, muchos de ellos, encontrando la muerte en el intento.

Los campos de refugiados se han convertido en una imagen muy conocida en nuestro tiempo. Tutsis y hutíes; bosnios y kosovares; subsaharianos de la África profunda, magrebíes, ucranianos, palestinos, latinoamericanos, desplazados de sus hogares, sin encontrar un lugar digno en el que vivir. En el mundo no hay lugar para ellos.

“La verdad es la realidad”, ha sentenciado el presidente del gobierno español para dar cobertura a determinadas formas de hacer política. Lo cierto es que la verdad que contemplamos, es decir la realidad del mundo en el que vivimos, no puede ser más discriminadora, más injusta ni más contrapuesta a los valores que reconocen los derechos humanos y, por supuesto, contraria y contrapuesta a los valores cristianos. Ese es el plano que nos muestra la realidad en la que vivimos.

Evidentemente existen otros planos distintos, otra realidad, especialmente en el mundo occidental. La economía crece; los coches son cada vez más y mejores; el acceso a la enseñanza superior se ha universalizado… Aunque eso sí, una realidad reservada para unos pocos porque, incluso en este mundo de avances notables y de conquistas inimaginables, hay miles y miles de personas que no tienen sitio donde situarse (componen el llamado Cuarto mundo, las bolsas de pobreza del Primer mundo).

*** 

A los cristianos debería interesarles conocer un dato importante acerca de este mundo globalizado porque, en definitiva, el valor del Evangelio está en dar respuesta a los problemas cotidianos, aunque para ello sea necesario transformar la realidad. Ese dato tiene que ver con los recursos. El 82,7% de la riqueza universal está en manos de un 20% de la población; el otro 17,3% de la riqueza tiene que repartírselo, también de forma irregular, el resto, es decir, el 80% de la población. No cabe duda de que se trata de una manifiesta injusticia de distribución de los recursos.

Los datos a los que hacemos referencia, puede ser que no coincidan con lo que leemos en la Biblia, pero si leemos a los profetas, o al mismo Jesús de Nazaret, nos encontramos con un lenguaje de denuncia muy radical ante situaciones semejantes a ésta. Y esta realidad provoca en determinados sectores una lucha sin tregua.

Esta lucha contra la exclusión que se produce en el mundo contemporáneo plantea un reto tanto para la fe personal como para las iglesias, ante el que no deberíamos mantenernos impasibles. Ese reto, desde el punto de vista cristiano, se afronta tratando de entender qué quiso decir Jesús cuando ordenó: “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia”. La clave nos la dan los evangelios sinópticos en cuyo inicio se mezclan los conceptos “Reino de Dios” y “Jubileo”.

El Reino de Dios que Jesús proclamó como Jubileo es una clara respuesta a la dominación y a la exclusión. Es un proyecto por un mundo en el que quepan todos. En el mismo pasaje sobre su primera predicación en la Sinagoga de Nazaret, Jesús ofrece dos ejemplos de la intervención de Dios en la historia: el caso de una viuda de Sidón y el caso de un hombre leproso de Siria. Ambos son no-judíos. Ambos son doble o triplemente excluidos de la salvación, según la ideología dominante de los judíos; ella por ser mujer y viuda; él por ser leproso e impuro.

Según Lucas, la conducta de Jesús indignó a sus paisanos, que se llenaron de ira e intentaron matarle. El aviso es claro: no se puede romper el statu quo impunemente. No se puede ir contra corriente, sin pagar un precio.

Ciertamente el mensaje de Jesús sobre el Reino de Dios es inclusivo y, por tanto, profético y revolucionario. Pocas revoluciones en el mundo han sido tan radicales como la del Reino de Dios. En él tienen prioridad las mujeres desvalidas y los niños, las personas enfermas e impuras, los pobres, los marginados, los desplazados... Y hace Jesús una afirmación contundente: los primeros serán los últimos; los últimos, serán los primeros.

***

Tanto el Jubileo como el Año Sabático y el Día de Reposo, fueron implantados para encarnar en el pueblo que seguía a Dios la justicia y la misericordia, es decir, la verdadera espiritualidad. No nos engañemos, esa es, precisamente, la verdadera espiritualidad. Son mecanismos para redistribuir las riquezas. Porque no debemos perder de vista que la riqueza es el mayor instrumento de dominación en manos de los seres humanos.

¡Remisión de deudas!, ¡liberación de los esclavos!, ¡redistribución de las tierras! Estas eran las exigencias del Jubileo. ¡Qué radicalidad! ‘Qué fuerte!, como dicen ahora los más modernos. Los tres mecanismos revolucionarios que prevén el sentido de justicia y misericordia del Reino de Dios y que recupera Jesús de los profetas. Es decir, se está proponiendo un nuevo orden, un nuevo sistema. El programa está resumido en el Padre Nuestro. En pocas palabras: “Danos hoy nuestro pan de cada día”; ni más ni menos.

Los primeros cristianos se lo tomaron en serio. Intentaron ponerlo en marcha, redistribuyendo los bienes para atender a todos por igual. No sabemos por qué el intento terminó degenerando. Pero debemos afirmar que los principios éticos que dieron origen a estas normas permanecen vigentes y constituyen un paradigma para nuestros días.

No obstante, debemos reconocer que estos principios son difíciles de asumir, no tanto de creer, sino de aceptar y practicar de manera efectiva. Ahora bien, en tanto la iglesia no busque la forma actual de ponerlos en práctica, seguirá pasando desapercibida para la sociedad, y nadie tomará en serio su mensaje.

La naturaleza humana tiene la tendencia a ser excluyente. Todavía llegan hasta nosotros los ecos del “apartheid” en Sudáfrica o de la segregación de los negros en Estados Unidos. Sólo pensar en ello seguro que a todos nos repugna que tales situaciones se hayan producido. Hace algunos años me pidieron que impartiera una conferencia sobre Martin Luther King en la Universidad de Deusto y aún recuerdo la atención y la tensión emocional de los oyentes, algunos de ellos profesores y personas relevantes en la sociedad vasca. Se encoge el alma al rememorar el precio que tuvieron que pagar los negros en Estados Unidos para que les permitieran ocupar un lugar en los autobuses, en los bares, en las escuelas... Fueron necesarias voces proféticas que despertaran no sólo a la sociedad, sino a las iglesias, denunciando que la segregación es incompatible con la fe cristiana. Fue un avance, aunque aún les quede mucho camino por recorrer.

En ese proceso de reajuste se deja oír la voz de Dios clamando por la justicia. A través de Isaías reclama: “... “Haced justicia al huérfano, amparad a la viuda” (Isa. 1:17). Y Jesús, por su parte, alerta: “...Si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entraré en el reino de los cielos” (Mt. 5:20). El mundo actual no pide limosnas; exige justicia.

Frente a ese tremendo desafío de un mundo donde quepan todos, frente al mandato de Jesús de buscar primero el Reino de Dios y su justicia; frente al clamor secular de muchas organizaciones sociales por la inclusión plena de los pobres, las mujeres, los inmigrantes, las personas con discapacidad... Frente a la demanda de “los pobres de este mundo·, descubrimos con gran preocupación, que algunas de nuestras iglesias, algunos de entre nosotros, siguen o seguimos manteniendo posturas exclusivas y excluyentes.

Se trata de un tema para la reflexión cuando estamos dando comienzo a un nuevo año. Y si la verdad es la realidad y esta realidad no nos gusta, nos quedamos con la utopía de cambiar la realidad.

Autor: Máximo García Ruiz. Enero 2024 / Edición: Actualidad Evangélica

© 2024- Nota de Redacción: Las opiniones de los autores son estríctamente personales y no representan necesariamente la opinión o la línea editorial de Actualidad Evangélica.

20120929-1*MÁXIMO GARCÍA RUIZ nacido en Madrid, es licenciado en Teología por la Universidad Bíblica Latinoamericana, licenciado en Sociología por la Universidad Pontificia de Salamanca y doctor en Teología por esa misma universidad. Profesor de Historia de las Religiones, Sociología e Historia de los Bautistas en la Facultad de Teología de la Unión Evangélica Bautista de España-UEBE (actualmente profesor emérito), en Alcobendas, Madrid y profesor invitado en otras instituciones. Pertenece a la Asociación de Teólogos Juan XXIII. Ha publicado numerosos artículos y estudios de investigación en diferentes revistas, diccionarios y anales universitarios y es autor de 31 libros y de otros 14 en colaboración, algunos de ellos en calidad de editor.

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