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OPINIÓN / JAVIER MARTÍNEZ-TORRÓN, CATEDRÁTICO DE LA UCM

De tartas, gais y tribunales

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Javier Martínez-Torrón es catedrático de la Universidad Complutense de Madrid, experto en derecho europeo, en libertad religiosa, derechos humanos, etc., con una amplia trayectoria nacional e internacional. En este artículo comenta la sentencia de la Corte Suprema del Reino Unido, avalada recientemente por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos por el polémico caso de la "tarta homosexual".

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(Javier Martínez-Torrón,14/02/2022) Hace unas semanas, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos anunciaba su decisión en el asunto de la ‘tarta homosexual’. Así se conoce el caso de Ashers Baking Co. en el Reino Unido, donde ha generado notable polémica.

Vale la pena prestarle atención porque es de esas situaciones que suelen conducir a planteamientos simplistas: ¿está usted a favor o en contra? Sin mayores matices.

Todo comienza en Irlanda del Norte en 2014, cuando un activista homosexual de perfil bajo, Gareth Lee, decide llevar un pastel a una fiesta a favor del matrimonio entre personas del mismo sexo. Quería una tarta personalizada, decorada con las figuras de Epi y Blas, y una frase instando a apoyar el matrimonio homosexual (‘support gay marriage’). Acude a un establecimiento especializado pero los dueños, cristianos evangélicos con una concepción firme y reductiva de cómo puede ejercerse legítimamente la sexualidad, le dicen que no pueden utilizar su arte para promover un mensaje que contradice profundamente sus creencias. Sintiéndose agraviado, el señor Lee demandó a los reposteros, pero la Corte Suprema del Reino Unido resolvió en su contra por unanimidad.

«Frente a quienes defienden el pensamiento homogéneo en lugar del pensamiento libre, resulta esencial evitar que se instrumentalicen los derechos humanos; que se utilicen no para defender la dignidad humana de toda persona con independencia de sus opciones personales de vida, sino para apuntalar la superioridad moral de una determinada opción ideológica»

La historia es rocambolesca. En una sociedad normal, esto se habría solucionado pacíficamente, con cierta flexibilidad por ambas partes. En todo caso, Mr. Lee pudo comprar su tarta sin problema en otra pastelería y la situación no habría tenido mayor importancia de no ser por su insistencia en que los tribunales dictaminaran que la conducta de los reposteros -y las creencias que la sustentan- son inaceptables. Ahora bien, una vez en marcha la maquinaria judicial, es importante clarificar algunas cuestiones de fondo.

La primera se refiere a la libertad de expresión, que incluye el derecho a no suscribir una opinión con la que se está en desacuerdo. Éste fue el enfoque de la Corte Suprema. Los dueños de la pastelería no habían discriminado a Lee por ser homosexual. Rechazaban el mensaje, no la persona. De hecho, ya le habían servido otras veces como cliente y no habrían tenido problema en elaborar su tarta salvo por la frase explícita a favor del matrimonio homosexual. Tan claro es esto que su objeción habría sido la misma si el encargo hubiera venido de alguien heterosexual.

La segunda cuestión tiene que ver con la libertad de religión y creencias. Los reposteros evangélicos no pretendían afrentar al cliente, sino mantener el comportamiento que era para ellos moralmente correcto. No querían actuar contra su conciencia. Pero tampoco agredieron emocionalmente a esa persona, ni la reprobaron por su orientación sexual o por sus opciones en materia de matrimonio (entonces no reconocido en Irlanda del Norte). En cuanto al activista, es difícil pensar que su obstinación estuviera motivada por haber sufrido algún perjuicio real o tangible más allá de alegar sentirse ofendido -alguien en las redes hacía notar la paradoja que el señor Lee se quejaba de la inconveniencia de tener que ir a otra pastelería… pero no le importó dedicar siete años a litigar-.

Los reposteros evangélicos no pretendían afrentar al cliente, sino mantener el comportamiento que era para ellos moralmente correcto. No querían actuar contra su conciencia. Pero tampoco agredieron emocionalmente a esa persona, ni la reprobaron por su orientación sexual o por sus opciones en materia de matrimonio...

No es descartable que hubiera un empeño en imponer a otros la preeminencia de su concepción ética sobre la sexualidad y el matrimonio. Lejos del lema “vive y deja vivir”, la idea sería que “todos han de vivir como yo digo”: el patrón común que han seguido históricamente las inquisiciones y otros guardianes de la ortodoxia. De ahí que algunos hayan calificado el proceder del activista gay como un auténtico acoso judicial a los dueños de la pastelería por razones religiosas. Basta imaginar cuál sería la reacción social si un repostero homosexual rechazara hacer una tarta en apoyo de la heterosexualidad del matrimonio y fuera sometido a largos años de pleitos por ello.

Está además la cuestión de si las empresas pueden tener “conciencia”, es decir, ideario ético. Para los abogados del activista, necesariamente “el negocio es el negocio”, y las convicciones morales del empresario son algo privado que no puede influir en cómo desarrolla su actividad comercial o profesional. Es una afirmación curiosa, teniendo en cuenta que nuestras sociedades -por fortuna- insisten cada vez más en la responsabilidad social de las empresas, en su contribución al desarrollo sostenible, y en que posean códigos éticos internos de obligado cumplimiento. En realidad, más que negar la posibilidad de una ética en la organización empresarial, parece que se desea descalificar aquella que no concuerda con las propias opiniones.

En cuanto al activista, es difícil pensar que su obstinación estuviera motivada por haber sufrido algún perjuicio real o tangible más allá de alegar sentirse ofendido -alguien en las redes hacía notar la paradoja que el señor Lee se quejaba de la inconveniencia de tener que ir a otra pastelería… pero no le importó dedicar siete años a litigar-.

Éste es precisamente uno de los problemas clave en estas situaciones: el doble rasero. Un prestigioso constitucionalista norteamericano, Michael McConnell, comentando un caso parecido planteado ante el Tribunal Supremo de los Estados Unidos (Masterpiece Cakeshop), lo comparaba con el de una famosa modista que declaró públicamente su negativa a confeccionar un vestido para Melania Trump. Afirmaba que no podía poner su arte, que es una forma de expresión libre, al servicio de la esposa de un presidente que mantenía ideas políticas que consideraba inmorales. Y el profesor de Stanford hacía notar la incoherencia de una cierta corriente de opinión, autodenominada progresista, que aplaudía la decisión de la modista por su valentía, pero condenaba al mismo tiempo a los reposteros por su intransigencia. Más razonable resulta la actitud de un conocido activista británico a favor de la comunidad LGTB, Peter Tatchell, quien pese a disentir radicalmente de los dueños de la pastelería, celebró en su día la sentencia de la Corte Suprema del Reino Unido como una victoria de la libertad de expresión. De otro modo, añadía, se habría sentado un peligroso precedente de autoritarismo: ordenar a los demás lo que pueden o no pueden decir; lo que deben o no deben pensar. No es aceptable pedir a las personas que sean transigentes en sus creencias -estemos o no de acuerdo con ellas- por lo mismo que no podemos pedirles que sean transigentes en su orientación sexual.

Cuando se dan estas tensiones, la función de los tribunales no es afirmar la supremacía de una cierta moral privada sobre otra, sino garantizar la posibilidad de respeto mutuo.

¿Qué ha hecho ahora el Tribunal Europeo de Derechos Humanos? Fundamentalmente -no es la primera vez- quitarse de encima la patata caliente declarando la demanda inadmisible por razones procesales. Aún así, deja de pasada algunas afirmaciones de interés. Además de dar implícitamente credibilidad al planteamiento de la Corte Suprema del Reino Unido, el Tribunal de Estrasburgo subraya la importancia de no ignorar la historia de discriminación que han padecido los homosexuales. Éste es sin duda un factor de peso, y el respeto y la igualdad de trato han de ser innegociables. Pero eso no justifica ver discriminaciones imaginarias de personas por razón de su orientación sexual, y menos aún si se traducen en discriminaciones reales de otras personas con posiciones éticas diferentes en materia de sexualidad.

Cuando se dan estas tensiones, la función de los tribunales no es afirmar la supremacía de una cierta moral privada sobre otra, sino garantizar la posibilidad de respeto mutuo. De hecho, el propio Tribunal Europeo advierte que debe ponderarse la sensibilidad tanto de las identidades LGTBIQ como de las identidades de carácter espiritual; y que estas disputas han de resolverse “con tolerancia, sin faltas de respeto indebidas para las creencias religiosas, y sin ofender la dignidad de las personas homosexuales cuando solicitan bienes y servicios en el mercado”.

20220215 2Es éste, pienso, el itinerario que ha de seguir una sociedad que aspire a ser de verdad pluralista, y no excluyente o estigmatizadora. Por eso, frente a quienes defienden el pensamiento homogéneo en lugar del pensamiento libre, resulta esencial evitar que se instrumentalicen los derechos humanos; que se utilicen no para defender la dignidad humana de toda persona con independencia de sus opciones personales de vida, sino para apuntalar la superioridad moral de una determinada opción ideológica.

Autor: Javier Martínez-Torrón es catedrático de la Universidad Complutense. (Más información sobre el autor)

***Este artículo ha sido publicado originalmente en ABC. Ver: https://bit.ly/350WeSl

Fuente: ABC.es (Javier Martínez-Torrón) / Edición: Actualidad Evangélica

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