OPINIÓN / REFLEXIONES DESDE EL ENCIERRO
(JORGE FERNÁNDEZ, 01/07/2020) Se dice que cuando el rey Boabdil supo de la toma de la Alhama por las fuerzas de la Corona de Castilla en febrero de 1482, lo que supuso el inicio de la Guerra de Granada y el principio del fin para el Emirato nazarí, éste arrojó al fuego las cartas que daban cuenta de la mala noticia y ejecutó al mensajero que las portaba.
Este acto inútil del rey, que se narra en Romance de la pérdida de la Alhama, es señalado por Sigmund Freud como ejemplo de “un mecanismo de defensa psicológica para soportar lo insoportable”.
El caso de Boabdil no era el primero ni el único y, en ese tipo de práctica, habituales en la antigüedad, en las que los mensajeros de malas noticias podían esperar la peor de las suertes, tiene su origen la metáfora “matar al mensajero”.
Matar al mensajero, en sentido figurado, es lo que hacemos cuando culpamos o responsabilizamos al portador de un mensaje -sea información u opinión- que no querríamos oír, sin importar que la mala noticia sea cierta o la opinión respetable. Sobre todo en esa situación, cuando la información es verídica o verosímil y nos resulta imposible o muy difícil rebatirla, es entonces cuando la tentación de tomárnosla con el mensajero es muy grande. Aunque sepamos que tal cosa no es útil ni razonable y que lo que deberíamos hacer en realidad es encajar la mala nueva y afrontarla, bien con resignación, o bien con decisión si en nuestras manos está el arreglar o mitigar el mal que nos es advertido.
Pensaba en esto hace unos días, cuando un querido hermano en la fe, líder cristiano con el que nos une un gran respeto mutuo, aún cuando podamos discrepar o tener puntos de vista diferentes en algunos temas, me reprochó con cariño y con honestidad, la publicación de una noticia sobre la pandemia del COVID-19 que a su juicio era “demasiado negativa”, en un momento cuando -y estas fueron sus textuales palabras- “la gente necesita esperanza”. En el mismo tono de afecto y respeto le ofrecí mi punto de vista y le agradecí su honestidad y su confianza porque, con independencia de que coincidiéramos o no en ese caso concreto, su observación me ayudaba a ver las cosas desde otra óptica y a mejorar mi trabajo. El tema concluyó allí, en una conversación privada y, quedamos tan amigos.
Sin embargo, las palabras de este hermano me dejaron pensando en el reto que afrontamos los profesionales de los medios de comunicación cristianos en un contexto como el actual, donde, igual que al profeta Jeremías se nos demanda entresacar “lo precioso de lo vil”[1], o, dicho de otra forma, entresacar “alguna buena noticia en medio de una catástrofe global y un horizonte tan oscuro”. Por supuesto que las hay, digo, las buenas noticias. Hasta los medios seculares salen en busca de “aquel acto de heroísmo” en medio de un incendio voraz, por ejemplo; a ese superviviente 72 hs después, debajo de toneladas de escombros causados por un terremoto; o aquella mascota que rescató a un bebé de ahogarse en medio de una gran inundación…
Yendo más a nuestro terreno, en el caso que hoy nos ocupa, el de la terrible pandemia del coronavirus: las respuestas solidarias y heroicas de sanitarios, voluntarios sociales, iglesias y oenegés, allí donde las instituciones y los gobiernos se han visto desbordados o dubitativos en sus respuestas, son buenas noticias.
Y eso hacemos, o al menos lo intentamos, de forma constante. Buscamos la buena noticia en medio de las malas. No olvidamos lo que dice el proverbio sobre las buenas noticias llegadas de lejanas tierras, que son “como el agua fría para el alma sedienta”. [2] Y, pueden estar seguros que, si de nosotros dependiera, es decir, si pudiéramos elegirlo -cosa que no siempre es posible- nos gustaría ser bienvenidos por nuestros lectores y oyentes como informadores “que traen buenas noticias, que anuncian la paz”[3].
Pero la responsabilidad de los medios de comunicación cristianos abarca también, en ocasiones, “abrir la boca por el mudo”[4], o “alzar la voz como trompeta”[5], o “actuar como atalayas”[6] ante situaciones de amenaza o peligros que no pueden ser obviados. Es decir, una responsabilidad social e ineludible pesa sobre los hombros del informador cristiano.
Porque… y aquí está el quid de la cuestión: ¿cómo se puede anunciar esperanza, por ejemplo, a un pueblo que en unas horas va a ser arrasado por un huracán? ¿Entreteniéndolo con noticias alegres? ¿Ocultándoles la información que podría ser vital para prepararse para el peor escenario? ¿Desviando su atención a temas secundarios?
¿No es acaso la esperanza, precisamente, el recurso que nos permite mirar de frente a una mala noticia sin temor y encontrar a través de ella caminos de salvación?
Dice el salmista que la persona que confía en Dios “no tendrá temor de malas noticias, porque su corazón está firme, confiado en el Señor”[7]. No dice que “no escuchará las malas noticias”, o que “solo escuchará las noticias que le gustaría escuchar”. Mucho menos que “me las tomaré con el portador de malas noticias”. Tampoco sugiere que las malas noticias sean una suerte de veneno para la esperanza… Nada de eso.
Por supuesto, no hace falta aclarar que no estamos aquí haciendo un alegato a favor de la prensa amarilla, del trato morboso y sensacionalista de sucesos y noticias utilizadas por algunos para manipular y apelar a los miedos de las personas, movidos por sus intereses más espurios.
De esos… de esos ya hablaremos otro día.
Que Dios nos ayude. Que el Señor nos bendiga.
© Jorge Fernández – Madrid, miércoles 1 de julio de 2020.-
[1] Jeremías 15:19
[2] Proverbios 25:25
[3] Nahum 1:15; Romanos 10:15
[4] Proverbios 31:8
[5] Isaías 58:1
[6] Ezequiel 33:7
[7] Salmo 112:7
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