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SIN ÁNIMO DE OFENDER / por Jorge Fernández

Lo que me dijo Bonhoeffer esta mañana, sobre una niña en el metro

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(JORGE FERNÁNDEZ, 23/03/2018)  Normalmente, para ir a mi trabajo diario en las oficinas de FEREDE me desplazo en coche. Quizás por eso, cuando por alguna razón debo viajar en transporte público disfruto bastante del viaje, pese a tardar media hora más de lo habitual en hacer el mismo trayecto.

Aprovecho para leer y también me gusta observar a la gente yendo a sus trabajos o a sus lugares de estudio. Me gusta también comprobar la diversidad étnica de la actual población española, mucho mayor de la que me encontré hace 30 años cuando llegué en un viaje sin retorno, procedente de Buenos Aires.

“Siéntate tú”, le digo. “No, tú”, me dice con una sonrisa cómplice, como si nos estuviéramos disputando evitar el sonrojo de que una niña pequeña nos estuviera cediendo el asiento a dos grandulones.

 

Quizás debido a esa actitud escrutadora de una experiencia tan ordinaria y cotidiana como viajar en autobús o en metro, me suelen sorprender cosas maravillosas que posiblemente, en otras circunstancias, me resultarían imperceptibles.

Hoy ha sido uno de esos días en que una acción sencilla me regaló una bonita y enriquecedora experiencia, y me dibujó una sonrisa que aun varias horas después, mientras escribo estas líneas, nada ha conseguido borrar.

Os cuento…

Salgo de casa sobre las 8:00 hs, verifico si llevo la tarjeta de transporte en la cartera y echo un vistazo rápido a la biblioteca familiar. Aún impresionado por la visita que en el día de ayer hicimos a la Exposición “Auschwitz. No hace mucho. No muy lejos”, me desperté decidido a darle un repaso ligero a la biografía de Dietrich Bonhoeffer escrita por mi amigo, el pastor Emmanuel Buch.  

“¡Tengo que ordenar esa biblioteca!”, me digo por enésima vez mientras salgo de casa en dirección a la parada de autobús.

Tardo apenas nada en sumergirme en la lectura y para cuando levanto la vista, ya estoy entrando en el intercambiador de Avenida de América donde debo coger el metro. Allí podré disfrutar de otros veinte minutos de Bonhoeffer antes de llegar a mi destino.

Pero el metro está bastante lleno, como suele ocurrir en hora punta, por lo que la lectura está resultando un poco difícil y no exenta de “peligros” al no tener desde mi posición ninguna barra o manillar al que agarrarme al alcance de la mano. Un par de zigzagueos leves del vagón, a punto están de hacerme perder el equilibrio y solo gracias a mi altura y la extensión rápida de mi brazo derecho (con la mano izquierda sostengo el libro), consigo asirme malamente con un dedo de la carcasa del sistema de iluminación, apenas lo justo para evitar empujar o pisar al vecino.

"El corazón puro es el corazón sencillo del niño, que nada sabe del bien y del mal, el corazón de Adán antes de la caída, el corazón en el que no reina la conciencia, sino la voluntad de Jesús."

 

Una vez recuperado del pequeño sobresalto, del que pienso (erróneamente) que nadie se ha percatado, advierto por debajo de mi libro dos enormes ojos azabache que me miran fijamente desde un rostro infantil, dulce e inocente, muy parecido al de la fotografía que acompaña a estas líneas. Tendrá unos siete u ocho años, más o menos, y es una preciosa niña de rasgos sudamericanos que, sentada allí delante de mí, me escudriña con curiosidad.  Le sonrío y luego vuelvo a enfrascarme en la lectura, confiando en que el vagón se porte bien. Pero ella sigue observándome, lo percibo aún a través de las páginas del libro que ahora ocultan de mí su pequeño rostro.

De pronto siento un toque en la rodilla; aparto el libro y allí está ella con su carita dulce y una leve sonrisa: “Siéntese, señor”, me dice a la vez que se pone de pie. “¡No, no!”, le digo devolviéndole la sonrisa. “Gracias, pero estoy bien”, le insisto, un tanto incómodo por la situación. Un hombre de aproximadamente mi edad que está de pie a mi lado observa la escena y sonríe. Pero la niña insiste. “Siéntese, así puede leer”, me dice con dulzura mientras pasa a mi lado en dirección a su madre (intuyo el parentesco por el parecido físico), sentada justo enfrente, que la recibe complacida y la coge en su regazo. La joven mujer me mira y también sonríe. Les digo gracias a las dos con un gesto y me vuelvo hacia el hombre a mi lado: “Siéntate tú”, le digo. “No, tú”, me dice con una sonrisa cómplice, como si nos estuviéramos disputando evitar el sonrojo de que una niña pequeña nos estuviera cediendo el asiento a dos grandulones.

Finalmente me siento y observo por entre los cuerpos del resto de los pasajeros que la niña me mira satisfecha. Le sonrío nuevamente y vuelvo a la lectura, pero ya no puedo dejar de sonreír. “Ya me ves, Bonhoeffer”, dialogo mentalmente con el protagonista de mi libro, “Me gustaría saber qué dirías tú de esto, siempre tan capaz de racionalizarlo todo, especialmente este tipo de gestos tan bellos que también forman parte de la condición humana”.

Entonces siento que a mi mente llega clara la voz silenciosa del erudito alemán, testigo oficioso de esta historia:

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“¿Quién es limpio de corazón? Sólo el que ha entregado plenamente su corazón a Jesús, para que éste reine exclusivamente en su interior; el que no mancha su corazón con el propio mal, ni tampoco con el propio bien. El corazón puro es el corazón sencillo del niño, que nada sabe del bien y del mal, el corazón de Adán antes de la caída, el corazón en el que no reina la conciencia, sino la voluntad de Jesús.” [1]

“¡Gracias, Dietrich!”, le digo, sin poder dejar de sonreír.


Autor: Jorge Fernández 

[1] «El Precio de la Gracia / El Seguimiento», pág. 69, Ediciones Sígueme


© 2018. Este artículo puede reproducirse siempre que se haga de forma gratuita y citando expresamente al autor y a ACTUALIDAD EVANGÉLICA. Las opiniones de los autores son estríctamente personales y no representan necesariamente la opinión o la línea editorial de Actualidad Evangélica.

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