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OPINIÓN / por MÁXIMO GARCÍA RUIZ

Aportes teológicos del protestantismo español

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(MÁXIMO GARCÍA RUIZ*, 18/01/2018) |  El protestantismo en España tiene narradores de historias, moralistas vocacionales, conspicuos apologetas, elocuentes predicadores, pero está escaso de teólogos en el más amplio y profundo sentido del término; teólogos que reflexionen en los cambios y demandas sociales a la luz de la Palabra de Dios; teólogos que sean capaces de contextualizar el mensaje de la Biblia dando respuestas adecuadas a las demandas de la sociedad contemporánea.

Haberlos los hay, aunque sean escasos, pero su voz no encuentra suficiente eco por falta de plataformas adecuadas.

En cuanto a las carencias, se deben, por una parte, a problemas de método y, por otra, a la falta de compromiso con la sociedad civil, por no añadir un tercer elemento, que muy bien podríamos calificar de pereza intelectual; una pereza que dificulta el acceso a una formación rigurosa, que se disfraza de títulos pseudo carismáticos:  profetismo, revelaciones personales, encomendaciones locales, etc.

Abundan, eso sí, los apologetas defensores de la ortodoxia (su ortodoxia particular) con una actitud resentida de permanente confrontación con otras tradiciones cristianas. Otros nominados como teólogos optan por la traslación o simple adaptación de paradigmas ajenos o reflexiones caducas del pasado que nada aportan a los cristianos contemporáneos; los hay que se limitan a compartir una reflexión abstracta sobre textos descontextualizados, fuera del ámbito de interés de sus lectores. Aprendices de teología, en demasiadas ocasiones advenedizos, autodefinidos como tales sin la mínima formación que, de espaldas a la realidad social en la que viven, encerrados en su torre de marfil, convencidos de que disponen de un canal de comunicación directo con Dios que les dispensa de cualquier esfuerzo, tienen un catálogo de respuestas enlatadas, para preguntas que nadie se formula hoy en día.

...así ocurrió con la Reforma Magisterial, por una parte, y con la Reforma Radical, por otra, cuyos teólogos no se conformaron con beber las turbias aguas de la teología medieval, sometida al control del sistema imperante (Iglesia + Imperio), sino que hicieron aportes teológico-sociales capaces de transformar la sociedad.

 

Unos y otros no sólo viven desconectados de la sociedad, sino que tienen verdadero pavor a leer la Biblia con apertura de mente; la utilizan como talismán. Se niegan a leerla con ojos críticos y una mirada escrutadora, buscando la dirección del Espíritu Santo para poder así encontrarse de frente con la Palabra de Dios que les rete a entender y contextualizar su mensaje. Y si alguien se atreve a indagar en los arcanos de la Revelación libremente, sin miedo, con rigor intelectual, ha de tener por seguro que se dará de bruces con alguno de los gurús autonombrados defensores de la fe, que no dudarán en censurar la iniciativa, atajando cualquier, a su juicio, “desvío herético”.

La teo-logía, como ciencia que se ocupa de estudiar las Sagradas Escrituras, al igual que las ciencias humanas, sociales y naturales, nos ayuda a entender de dónde procedemos y la sociedad en la que vivimos y, por ende, nos permite aproximarnos a Dios. En realidad, son ciencias complementarias entre sí. Difieren en el método, en los medios de que se sirven para extraer conclusiones que, por otra parte, tienen que apuntalarse unas a otras para tener consistencia y lograr un sentido trascendente.

La Iglesia cristiana no hubiera podido subsistir de no haber sido capaz de contextualizarse. Aunque, ciertamente, no siempre lo ha hecho con la suficiente diligencia y eficacia, pero únicamente los que se arriesgan a cometer errores, son capaces de contribuir al desarrollo de la humanidad. Pablo, propulsor de un cambio de paradigma teológico, forzó a los apóstoles a salir de su ostracismo social para incorporarse al mundo gentil. Ni Pedro, ni Santiago, ni el resto de los Testigos, se habían planteado salir de las sinagogas y adaptarse al mundo romano; para ello tuvieron que forzar la ortodoxia judía y abrirse a una cultura universal como era la romano-helenista.

Posteriormente, los padres de la Iglesia, teólogos de nuevo cuño formados en los grandes pensadores griegos, supieron aprovechar la cultura imperante para transformar las pequeñas comunidades en iglesias patriarcales, adoptando y adaptando, en buena medida, el modelo civil del Imperio romano. Más tarde, y ante la realidad de una Iglesia universal, fue preciso contar con teólogos capaces de dar forma a los concilios ecuménicos y definir nuevas doctrinas que tan solo de forma incipiente se encontraban en las Escrituras (p. e. la doctrina de la Trinidad que la Iglesia mantiene como una de sus columnas doctrinales). Cuando la Iglesia se contaminó en exceso con la influencia del Imperio y decayó tanto doctrinal como espiritualmente, los teólogos se retiraron a los monasterios, desde los que mantuvieron encendida la antorcha de la reflexión teológica.

Y así ocurrió con la Reforma Magisterial, por una parte, y con la Reforma Radical, por otra, cuyos teólogos no se conformaron con beber las turbias aguas de la teología medieval, sometida al control del sistema imperante (Iglesia + Imperio), sino que hicieron aportes teológico-sociales capaces de transformar la sociedad. Lo intentaron también, con menor éxito, los teólogos del Concilio de Trento, con la Contrarreforma; su error fue mirar hacia dentro de sí misma, olvidando la realidad exterior. Y así ha ocurrido con las diferentes fases por las que ha pasado la Iglesia.

Han sido y son necesarios teólogos que sepan entender los signos de los tiempos y dar respuestas válidas a las demandas cambiantes de la sociedad; y hacerlo con aportes teológicos contextualizados. Pero eso se logra tan solo en un clima de libertad, sin miedo a hacer frente a sus propios descubrimientos, por muy contra-sistema, vanguardistas o liberales que pudieran ser. La Verdad no necesita defensores; sólo buscadores que no le tengan miedo. Y no se trata de ser conservadores, liberales u originales, sino de ser honestos.

Hay temas candentes de actualidad, que afectan a los hombres y mujeres con los que nos cruzamos por la calle, como son la pobreza de amplios sectores, no ya sólo del llamado Tercer Mundo, que puede antojársenos excesivamente lejano, sino de nuestra propia ciudad; mientras, unos pocos acaparan cada vez más recursos. Resulta lacerante el desplazamiento de grandes masas de personas que buscan una vida mejor o simplemente refugio en el llamado Primer Mundo, huyendo del hambre, de las guerras y/o persecuciones, de la exclusión social por razones diversas, que son inhumanamente rechazados. Avergüenza la violencia de género prevalente en el siglo XXI, el abuso de menores, la discriminación de la mujer, en una sociedad que tiene como referente tanto la Biblia como la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Son problemas a los que es preciso prestar atención.

La misión más relevante de la teología es ahondar en los problemas que conciernen a los seres humanos.

 

Ante estos signos negativos de nuestro tiempo, ¿a qué se dedican (o a qué nos dedicamos) los teólogos protestantes? Salvando los casos salvables, a elucubrar sobre el alcance de la doctrina calvinista; a discutir si la mujer debe ocupar o no puestos de responsabilidad en la Iglesia, a condenar a quienes se identifican humanamente con el colectivo LGTB y defienden una eclesiología inclusiva; a investigar a escritores que se salen de los cauces oficiales, calificándoles de liberales y propiciando para ellos una pira crematoria en la plaza pública de los medios de comunicación, recuperando de esta forma el espíritu más ortodoxo de los inquisidores; a reflexionar acríticamente, o mirar hacia otro lado sobre la política, la corrupción y la injusticia social, haciéndose cómplices del poder establecido; a proponer, en resumen, una espiritualidad ultramundana, desarraigada del mundo real.

La misión más relevante de la teología es ahondar en los problemas que conciernen a los seres humanos.  Para el cristiano, cuya identidad es, ante todo, seguir a Jesús, la tarea más urgente es hacer suyas las inquietudes y preocupaciones de su prójimo y contribuir positivamente a construir una sociedad más justa y equilibrada, aportando los valores del Evangelio como son la solidaridad, la justicia social, la tolerancia con los diferentes, el diálogo con los contrarios, la compasión con los desprotegidos, la misericordia con los enemigos, la generosidad con todos y el amor fraterno con toda la humanidad.

Autor: Máximo García Ruiz*, Enero 2018.

 

© 2018 - Nota de Redacción: Las opiniones de los autores son estríctamente personales y no representan necesariamente la opinión o la línea editorial de Actualidad Evangélica.

20120929-1*MÁXIMO GARCÍA RUIZ, nacido en Madrid, es licenciado en Teología por la Universidad Bíblica Latinoamericana, licenciado en Sociología por la Universidad Pontificia de Salamanca y doctor en Teología por esa misma universidad. Profesor de Historia de las Religiones, Sociología e Historia de los Bautistas en la Facultad de Teología de la Unión Evangélica Bautista de España-UEBE (actualmente profesor emérito), en Alcobendas, Madrid y profesor invitado en otras instituciones. Pertenece a la Asociación de Teólogos Juan XXIII. Ha publicado numerosos artículos y estudios de investigación en diferentes revistas, diccionarios y anales universitarios y es autor de 21 libros y de otros 12 en colaboración, algunos de ellos en calidad de editor.

 

 

 

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Máximo García Ruiz

 

La creación de los estados modernos europeos, tal y como los conocemos hoy en día, no hubiera sido posible sin la existencia de la Reforma protestante y su correlato, el Concilio de Trento, tal y como veremos más adelante.

De igual forma, la Reforma no hubiera podido tener lugar, en su inmediatez histórica, sin la existencia del Humanismo y su manifestación artística y científica conocida como Renacimiento. Ahora bien, para poder centrar el tema, tenemos que remontarnos a la era anterior, la Edad Media, y poner nuestra mirada inicial, como punto de partida, en la Escolástica, el sistema educativo, el sistema teológico que identifica ese período, así como en el Feudalismo como forma de gobierno y estructuración social.

Para el escolasticismo la educación estaba reservada a sectores muy reducidos de la población, sometida a un estricto control de parte de la Iglesia. A esto hay que añadir que el sistema social estaba subordinado, a su vez, al ilimitado y caprichoso poder de los señores feudales bajo el paraguas de la Iglesia medieval que no sólo controlaba la cultura, sino que sometía las voluntades de los siervos, que no ciudadanos, amparada por un régimen considerado sagrado, en el que sus representantes actuaban en el nombre de Dios.

La Escolástica se desarrolla sometida a un rígido principio de autoridad, siendo la Biblia, a la que paradójicamente muy pocos tienen acceso, la principal fuente de conocimiento, siempre bajo el riguroso control de la jerarquía eclesiástica. En estas circunstancias, la razón ha de amoldarse a la fe y la fe es gestionada y administrada por la casta sacerdotal.

En ese largo período que conocemos como Edad Media, en especial en su último tramo, se producirían algunos hechos altamente significativos, como la invención de la imprenta (1440) o el descubrimiento de América (1492), que tendrán una enorme repercusión en ámbitos tan diferentes como la cultura, las ciencias naturales y la economía. En el terreno religioso, la escandalosa corrupción de la Iglesia medieval llegó a tales extremos que fueron varios los pre-reformadores que intentaron una reforma antes del siglo XVI: John Wycliffe (1320-1384), Jan Hus (1369-1415), Girolamo Savonarola (1452-1498), o el predecesor de todos ellos, Francisco de Asís (1181/2-1226) y otros más en diferentes partes de Europa. Todos ellos, salvo Francisco de Asís, que fue asimilado por la Iglesia, tuvieron un final dramático, sin que ninguno de esos movimientos de protesta, no siempre ajustados por acciones realmente evangélicas, consiguiera mover a la Iglesia hacia posturas de cambio o reforma.

 

No era el momento. No se daban los elementos necesarios para que germinaran las proclamas de estos aguerridos profetas, cuya voz quedó ahogada en sangre. El pueblo estaba sometido al poder y atemorizado por las supersticiones medievales; las élites eran ignorantes y no estaban preparadas para secundar a esos líderes que, como Juan el Bautista, terminaron clamando en el desierto, a pesar de que su mensaje, como las melodías del flautista de Hamelin, consiguiera arrastrar tras de sí algunos centenares o miles de personas. ¿Cuál fue la diferencia en lo que a Lutero se refiere? La respuesta, aparte de invocar aspectos transcendentes conectados con la fe de los creyentes es, desde el punto de vista histórico, sencilla y, a la vez, complicada; hay que buscarla, entre otras muchas circunstancias históricas, en el papel y en la influencia que ejercieron el Humanismo y el Renacimiento. Existen otros factores, sin duda, pero nos centraremos en estos dos.

 

Identificamos como Humanismo, al movimiento producido desde finales del siglo XIV que sigue con fuerza durante el XV y se proyecta al XVI, que impulsa una reforma cultural y educativa como respuesta a la Escolástica, que continuaba siendo considerada como la línea de pensamiento oficial de la Iglesia y, por consiguiente, de las instituciones políticas y sociales de la época. Mientras que para la educación escolástica las materias de estudio se circunscribían básicamente a la medicina, el derecho y la teología,  los humanistas se interesan vivamente por la poesía, la literatura en general (gramática, retórica, historia) y la  filosofía, es decir, las humanidades. Con ello se descubre una nueva filosofía de la vida, recuperando como objetivo central la dignidad de la persona. El hombre pasa a ser el centro y medida de todas las cosas.

 

La corriente humanista da origen a la formación del espíritu del Renacimiento, produciendo personajes tan relevantes como, Petrarca (1304-1374) o Bocaccio (1313-1375), Nebrija (1441-1522), Erasmo (1466-1536), Maquiavelo (1469-1527), Copérnico (1473-1543), Miguel Ángel (1475-1564), Tomás Moro (1478-1535), Rafael (1483-1520), Lutero (1483-1546), Cervantes (1547-1616), Bacon (1561-1626), Shakespeare (1564-1616), sin olvidar la influencia que sobre ellos pudieron tener sus predecesores, Dante (1265-1321), Giotto (1266-1337), y algunos otros pensadores de la época. Estos y tantos otros humanistas, unos desde la literatura, otros desde la filosofía, algunos desde la teología y otros desde el arte y las ciencias, contribuyeron al cambio de paradigma filosófico, teológico y social, haciendo posible el tránsito desde la Edad Media a la Edad Contemporánea, período de la historia que algunos circunscriben al transcurrido desde el descubrimiento de América (1492) a la Revolución Francesa (1789).

 

El Renacimiento se identifica por dar paso a un hombre libre, creador de sí mismo, con gran autonomía de la religión que pretende mantener el monopolio de Dios y el destino de los seres humanos. El Humanismo y el Renacimiento se superponen, si bien mientras el Humanismo se identifica específicamente, como ya hemos apuntado, con la cultura, el Renacimiento lo hace con el arte, la ciencia, y la capacidad creadora del hombre. El Renacimiento hace referencia a la civilización en su conjunto.

 

En resumen, el Humanismo es una corriente filosófica y cultural que sirve de caldo de cultivo al Renacimiento, que surge como fruto de las ideas desarrolladas por los pensadores humanistas, que se nutren a su vez de las fuentes clásicas tanto griegas como romanas. Marca el final de la Edad Media y sustituye el teocentrismo por el antropocentrismo, contribuyendo a crear las condiciones necesarias para la formación de los estados europeos modernos. Una época de tránsito en la que desaparece el feudalismo y surge la burguesía y la afirmación del capitalismo, dando paso a una sociedad europea con nuevos valores.

 

Visto lo que antecede, estamos en condiciones de juzgar la influencia que este cambio de ciclo histórico pudo tener en la Reforma promovida por Lutero en primera instancia, secundada por Zwinglio, Calvino, y otros reformadores del siglo XVI, y valorar de qué forma estos cambios contribuyeron a la formación de los modernos estados europeos.

 

Pero éste será tema de una segundan entrega.

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