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OPINIÓN / por MÁXIMO GARCÍA RUIZ

Reforma y separación Iglesia-Estado

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(MÁXIMO GARCÍA RUIZ*, 26/09/2017) | “Dad a César lo que es de César y a Dios lo que es de Dios” (Mt.22:21), fue la respuesta de Jesús a los fariseos que pretendían confundirle con vanas sutilezas teológicas.

Y sobre esos cimientos se fundamenta la separación de la Iglesia y el Estado, uno de los principios que con mayor rotundidad defienden los protestantes hoy en día, siguiendo con ello uno de los postulados más queridos de la Reforma del siglo XVI, más concretamente, la Reforma Radical.

Es preciso admitir que los reformadores magisteriales (Lutero, Züinglio o Calvino) no se plantaron establecer y defender la separación de ambas entidades. A caballo como estaban entre la Edad Media y el Renacimiento, su opción se decantó claramente por defender el equilibrio social heredado, que confería al Estado el derecho a participar en los designios de la Iglesia. Sería la segunda generación de reformadores, los anabautistas o radicales, perseguidos por católicos y reformados, los que plantearon y defendieron la necesidad de romper definitivamente con la herencia recibida y volver al status anterior al Edicto de Milán, manteniendo la autonomía frente a los vínculos formales con el poder civil.

¿Y qué es lo que se quiere decir exactamente cuando se asume como principio distintivo de la Reforma la separación de la Iglesia y el Estado?

Algunos de los reformadores del siglo XVI entendieron que la vuelta a los orígenes llevaba implícito arrojar por la borda todo ese lastre y afrontar la proclamación del Evangelio libre de compromisos estatales.

A lo largo de trece siglos (del IV al XVI) la Iglesia fue acumulando un pesado lastre a consecuencia del maridaje que se produjo con el poder civil desde que Constantino, a raíz de su victoria sobre Majencio (año 312), en una famosa campaña en la que dijo haber tenido una visión celestial, formalizara el apoyo del Imperio a la Iglesia; se hizo mediante un decreto de “libertad religiosa” (Edicto de Milán, año 313). Esa protección de Constantino terminaría confiriendo a la Iglesia el rango de iglesia oficial, dejando al resto de religiones en la marginalidad.

Algunos de los reformadores del siglo XVI entendieron que la vuelta a los orígenes llevaba implícito arrojar por la borda todo ese lastre y afrontar la proclamación del Evangelio libre de compromisos estatales. De ahí la ineludible separación de la Iglesia y el Estado que algunas de las iglesias de la Reforma asumieron y que la mayoría de las iglesias protestantes siguen defendiendo hoy en día.

Pero no debe pasar desapercibido el hecho de que, exigir espacios separados para la Iglesia (cualquier iglesia), lleva consigo reconocer ese mismo derecho para el Estado, ya que la Iglesia (ninguna iglesia), ni representa al conjunto de la ciudadanía de un país, ni debería caer en la tentación de pretenderlo. Significa renunciar a la nefasta idea de crear un estado confesional o, a sensu contrario, instaurar un régimen político sagrado, donde los asuntos civiles tengan que estar tutelados por las instancias religiosas o éstas verse sometidas a los dictados del poder civil.

Únicamente cuando la Iglesia (cualquier iglesia) vive su fe en espacios de libertad, sin ataduras con las instancias del poder civil, está en condiciones de elevar su voz profética para proclamar la fe y denunciar todo cuanto pueda atentar contra los valores que defiende, independientemente de que su proclamación sea o no aceptada y su denuncia tenga posibilidades de ser tenida en cuenta. Proclamar y denunciar, no imponer. Y significa, igualmente, aprender a convivir con otras ideas, con otros planteamientos éticos, respetando el deber del estado de legislar para todos sus ciudadanos y proteger sus legítimos derechos.

Llevado el tema al terreno práctico, esta situación conduce, necesariamente, a que cada iglesia asuma, con sentido de responsabilidad, su compromiso de sostener por sí misma el culto ...

Llevado el tema al terreno práctico, esta situación conduce, necesariamente, a que cada iglesia asuma, con sentido de responsabilidad, su compromiso de sostener por sí misma el culto y las actividades que puedan derivarse del mismo, incluido el sostenimiento de sus pastores y la labor evangelizadora y misionera que la iglesia proyecte como parte de su misión en la tierra. Así lo entienden las iglesias protestantes, y así deberían seguir entendiéndolo, sin modificar su postura por mimetismo o por cualquier otro tipo de intereses ajenos a su trayectoria histórica.

Otra cosa muy diferente es que la Iglesia como un agente social más, aunque con signos distintivos muy peculiares, integrada por personas que pagan sus impuestos y de cuyos impuestos se financian proyectos sociales, culturales, etc., se comprometa en la promoción de determinadas actividades culturales o al fomento de obras sociales de interés general, y que para su financiación recurra legítimamente a los fondos estatales, bien sea mediante acuerdos especiales o a través de otros mecanismos que la propia Administración del Estado provea, convirtiéndose de esta forma en agentes sociales al servicio de la comunidad.

Autor: Máximo García Ruiz*, Septiembre 2017.

 

 (Otros artículos de esta misma serie, publicados en Actualidad Evangélica, son: El pecado de la equidistanciaLa Reforma y el Cambio SocialLa Reforma y el compromiso socialLa Reforma y el signo de los tiemposReforma y activismo socialLa Reforma y la Justificación por la fe; Reforma: ¿Protestantes, evangélicos, católicos?, Reforma. El Magnificat, Lutero y la Virgen María, Reforma y Palabra de Dios. Inspiración / Revelación).

 

© 2017- Nota de Redacción: Las opiniones de los autores son estríctamente personales y no representan necesariamente la opinión o la línea editorial de Actualidad Evangélica.

20120929-1*MÁXIMO GARCÍA RUIZ, nacido en Madrid, es licenciado en Teología por la Universidad Bíblica Latinoamericana, licenciado en Sociología por la Universidad Pontificia de Salamanca y doctor en Teología por esa misma universidad. Profesor de Historia de las Religiones, Sociología e Historia de los Bautistas en la Facultad de Teología de la Unión Evangélica Bautista de España-UEBE (actualmente profesor emérito), en Alcobendas, Madrid y profesor invitado en otras instituciones. Pertenece a la Asociación de Teólogos Juan XXIII. Ha publicado numerosos artículos y estudios de investigación en diferentes revistas, diccionarios y anales universitarios y es autor de 21 libros y de otros 12 en colaboración, algunos de ellos en calidad de editor.

 

 

 

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Máximo García Ruiz

 

La creación de los estados modernos europeos, tal y como los conocemos hoy en día, no hubiera sido posible sin la existencia de la Reforma protestante y su correlato, el Concilio de Trento, tal y como veremos más adelante.

De igual forma, la Reforma no hubiera podido tener lugar, en su inmediatez histórica, sin la existencia del Humanismo y su manifestación artística y científica conocida como Renacimiento. Ahora bien, para poder centrar el tema, tenemos que remontarnos a la era anterior, la Edad Media, y poner nuestra mirada inicial, como punto de partida, en la Escolástica, el sistema educativo, el sistema teológico que identifica ese período, así como en el Feudalismo como forma de gobierno y estructuración social.

Para el escolasticismo la educación estaba reservada a sectores muy reducidos de la población, sometida a un estricto control de parte de la Iglesia. A esto hay que añadir que el sistema social estaba subordinado, a su vez, al ilimitado y caprichoso poder de los señores feudales bajo el paraguas de la Iglesia medieval que no sólo controlaba la cultura, sino que sometía las voluntades de los siervos, que no ciudadanos, amparada por un régimen considerado sagrado, en el que sus representantes actuaban en el nombre de Dios.

La Escolástica se desarrolla sometida a un rígido principio de autoridad, siendo la Biblia, a la que paradójicamente muy pocos tienen acceso, la principal fuente de conocimiento, siempre bajo el riguroso control de la jerarquía eclesiástica. En estas circunstancias, la razón ha de amoldarse a la fe y la fe es gestionada y administrada por la casta sacerdotal.

En ese largo período que conocemos como Edad Media, en especial en su último tramo, se producirían algunos hechos altamente significativos, como la invención de la imprenta (1440) o el descubrimiento de América (1492), que tendrán una enorme repercusión en ámbitos tan diferentes como la cultura, las ciencias naturales y la economía. En el terreno religioso, la escandalosa corrupción de la Iglesia medieval llegó a tales extremos que fueron varios los pre-reformadores que intentaron una reforma antes del siglo XVI: John Wycliffe (1320-1384), Jan Hus (1369-1415), Girolamo Savonarola (1452-1498), o el predecesor de todos ellos, Francisco de Asís (1181/2-1226) y otros más en diferentes partes de Europa. Todos ellos, salvo Francisco de Asís, que fue asimilado por la Iglesia, tuvieron un final dramático, sin que ninguno de esos movimientos de protesta, no siempre ajustados por acciones realmente evangélicas, consiguiera mover a la Iglesia hacia posturas de cambio o reforma.

 

No era el momento. No se daban los elementos necesarios para que germinaran las proclamas de estos aguerridos profetas, cuya voz quedó ahogada en sangre. El pueblo estaba sometido al poder y atemorizado por las supersticiones medievales; las élites eran ignorantes y no estaban preparadas para secundar a esos líderes que, como Juan el Bautista, terminaron clamando en el desierto, a pesar de que su mensaje, como las melodías del flautista de Hamelin, consiguiera arrastrar tras de sí algunos centenares o miles de personas. ¿Cuál fue la diferencia en lo que a Lutero se refiere? La respuesta, aparte de invocar aspectos transcendentes conectados con la fe de los creyentes es, desde el punto de vista histórico, sencilla y, a la vez, complicada; hay que buscarla, entre otras muchas circunstancias históricas, en el papel y en la influencia que ejercieron el Humanismo y el Renacimiento. Existen otros factores, sin duda, pero nos centraremos en estos dos.

 

Identificamos como Humanismo, al movimiento producido desde finales del siglo XIV que sigue con fuerza durante el XV y se proyecta al XVI, que impulsa una reforma cultural y educativa como respuesta a la Escolástica, que continuaba siendo considerada como la línea de pensamiento oficial de la Iglesia y, por consiguiente, de las instituciones políticas y sociales de la época. Mientras que para la educación escolástica las materias de estudio se circunscribían básicamente a la medicina, el derecho y la teología,  los humanistas se interesan vivamente por la poesía, la literatura en general (gramática, retórica, historia) y la  filosofía, es decir, las humanidades. Con ello se descubre una nueva filosofía de la vida, recuperando como objetivo central la dignidad de la persona. El hombre pasa a ser el centro y medida de todas las cosas.

 

La corriente humanista da origen a la formación del espíritu del Renacimiento, produciendo personajes tan relevantes como, Petrarca (1304-1374) o Bocaccio (1313-1375), Nebrija (1441-1522), Erasmo (1466-1536), Maquiavelo (1469-1527), Copérnico (1473-1543), Miguel Ángel (1475-1564), Tomás Moro (1478-1535), Rafael (1483-1520), Lutero (1483-1546), Cervantes (1547-1616), Bacon (1561-1626), Shakespeare (1564-1616), sin olvidar la influencia que sobre ellos pudieron tener sus predecesores, Dante (1265-1321), Giotto (1266-1337), y algunos otros pensadores de la época. Estos y tantos otros humanistas, unos desde la literatura, otros desde la filosofía, algunos desde la teología y otros desde el arte y las ciencias, contribuyeron al cambio de paradigma filosófico, teológico y social, haciendo posible el tránsito desde la Edad Media a la Edad Contemporánea, período de la historia que algunos circunscriben al transcurrido desde el descubrimiento de América (1492) a la Revolución Francesa (1789).

 

El Renacimiento se identifica por dar paso a un hombre libre, creador de sí mismo, con gran autonomía de la religión que pretende mantener el monopolio de Dios y el destino de los seres humanos. El Humanismo y el Renacimiento se superponen, si bien mientras el Humanismo se identifica específicamente, como ya hemos apuntado, con la cultura, el Renacimiento lo hace con el arte, la ciencia, y la capacidad creadora del hombre. El Renacimiento hace referencia a la civilización en su conjunto.

 

En resumen, el Humanismo es una corriente filosófica y cultural que sirve de caldo de cultivo al Renacimiento, que surge como fruto de las ideas desarrolladas por los pensadores humanistas, que se nutren a su vez de las fuentes clásicas tanto griegas como romanas. Marca el final de la Edad Media y sustituye el teocentrismo por el antropocentrismo, contribuyendo a crear las condiciones necesarias para la formación de los estados europeos modernos. Una época de tránsito en la que desaparece el feudalismo y surge la burguesía y la afirmación del capitalismo, dando paso a una sociedad europea con nuevos valores.

 

Visto lo que antecede, estamos en condiciones de juzgar la influencia que este cambio de ciclo histórico pudo tener en la Reforma promovida por Lutero en primera instancia, secundada por Zwinglio, Calvino, y otros reformadores del siglo XVI, y valorar de qué forma estos cambios contribuyeron a la formación de los modernos estados europeos.

 

Pero éste será tema de una segundan entrega.

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