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OPINIÓN / por MÁXIMO GARCÍA RUIZ

La Reforma y la justificación por la fe

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20170719-2

 

Una reflexión en torno a Romanos 3:21-31 y 5:1
a la luz de la epístola de Santiago.

 

(MÁXIMO GARCÍA RUIZ*, 07/07/2017) | En los albores del Antiguo Testamento Job preguntó, suponemos que con acento angustioso: “¿Y como se justificará el hombre con Dios?” (Job 9:2). Después de las preguntas que se plantean de dónde venimos y a dónde vamos, tal vez sea esta la incógnita más trascendente que se haya formulado el ser humano.

Varios siglos después Pablo de Tarso, como respondiendo a esa importante pregunta, escribió: “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Romanos 5:1).

La doctrina de la justificación por la fe, que volvería a recuperar Lutero pasados quince siglos y que vino a ser la columna vertebral de la Reforma, es la piedra angular del plan de salvación previsto por Dios, conforme al relato de la Biblia. Desentrañar su sentido y valorar su importancia dentro del corpus doctrinal de la Iglesia cristiana, sigue siendo uno de los retos más trascendentes de la teología.

I. La aportación de Pablo

Pablo es contundente al afirmar que la justificación es una necesidad de alcance universal. “Por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios”. Y aclara lo siguiente: “Sabiendo que el hombre no es justificado por las obras de la ley sino por la fe en Jesucristo..., no por las obras de la ley por cuanto por las obras de la ley nadie será justificado” (Gálatas 2:16).

El texto que analizamos comienza diciendo: “Siendo justificados gratuitamente por su gracia...” (Romanos 3:24). “Gracia” es la actitud de Dios a favor del ser humano. Las palabras que en el Antiguo Testamento se relacionan con gracia (hen y hased) conectan con el sentido de gratuidad. Así, gracia es equivalente a favor (cfr. Efesios 33:13) en el sentido de que el favor no se basa en méritos. En otros textos la traducción se inclina por misericordia (así ocurre en Jeremías 31:3 y Deuteronomio 7:12). En el Nuevo Testamento la palabra es kharis combinando el sentido de favor misericordioso.

...la salvación se alcanza por fe, sin el concurso de las obras humanas, pero una fe sin obras derivadas de la nueva vida en Cristo, es un cadáver que hiede.

Dios, ante la indigencia del hombre, se le acerca, le restaura y le hace partícipe de la misma naturaleza divina. Aunque Pablo tiene interés en matizar el sentido exacto: “Nos salvó”, insiste, “no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia... para que, justificados por su gracia, viniésemos a ser herederos conforme a la esperanza de la vida eterna” (Tito 3:5,7. Nada capacita al hombre para ser justificado: ni la religión, ni la filosofía, ni la ciencia...; nada de esto puede conducirle ante Dios. Llegar a este punto le coloca en una absoluta situación de orfandad e indefensión.

Ahora bien, la gracia no es un acontecimiento ineluctable, ajeno a la voluntad humana. El hombre ha de hacer uso de su voluntad para apropiarse de esa gracia, mediante la fe, sin necesidad de aportar obras meritorias. Lutero afirmaría con contundencia que la gracia opera con tal poder que somos considerados total y plenamente justos ante Dios.

El texto que nos ocupa, continúa diciendo: “...Mediante la redención que es en Cristo Jesús, ...en su sangre...”  (Romanos 3:24). Dios se acerca al hombre; pero esta aproximación no se hace posible sin el hecho de la encarnación de Jesucristo. Así, pues, la gracia es un acontecimiento cristocéntrico. El acto redentor de Jesucristo justifica, rescata y libra de la ira venidera. “Sabiendo que fuisteis rescatados... no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo...” (1ª Pedro 1:18). Y Pablo afirma: “Mas Dios muestra su amor para con nosotros... Pues mucho más, estando ya justificados en su sangre, por él seremos salvos de la ira” (Romanos 5:8,9). El amor de Dios está detrás de la justificación. Sin él nada es posible.

Aunque pudiera parecer un trabalenguas, la gracia no es gratuita. No surgió por la donación de la ley a Moisés, ni por la proclamación de las profecías, sino por la sangre de Jesucristo derramada en el Calvario. En el Calvario la gracia de Dios alcanza su resplandor más refulgente.

El texto concluye haciendo referencia a Jesucristo: “... a quien Dios puso como propiciación, por medio de la fe...” (Romanos 3:25). Aquí se fija la parte reservada al hombre. El hombre es justificado por gracia (favor, misericordia...), pero falta algo más: tiene que aceptar por fe esa sublime justificación.

Volvamos al gran interrogante de Job: “¿Y como se justificará el hombre con Dios?”. Pablo centra y enfatiza la respuesta: “De todo aquello de que por la Ley de Moisés no pudisteis ser justificados, en él [en Cristo] es justificado todo aquél que cree” (Hechos 13:39). La clave está en la fe; la justificación se reserva para aquél que cree que Cristo es el eslabón que une con Dios. Y esto, según Pablo, “se revela por fe y para fe, como está escrito: mas el justo por la fe vivirá” (Romanos 1:17).

Pero ¡cuidado!, esto no significa que la fe en si misma produzca los efectos redentores de que hablamos, como si de una buena obra se tratara. La fe es el medio por el cual opera la gracia de Dios. La que concede el estatus de “justificado” es la gracia. La gracia divina es incondicional; y la fe del hombre ha de serlo sin reservas.

En resumen, justificar (gr. dikaioó), en el contexto en el que Pablo lo utiliza, es “aceptar y tratar como justo” (absolver) a quien por su propia conducta y condición no lo es; ni es justo, ni puede serlo, pero Dios está dispuesto a justificarle, es decir, a concederle los derechos y privilegios que se merecen aquellos que por haber cumplido estrictamente toda la ley, serían en sí “justos”. Es la acción propia de un juez. Esta acción de justificar tiene una virtud social, puesto que incorpora al ser justificado al seno de la comunidad de los creyentes.

Pablo plantea el tema desde el punto de vista jurídico, dentro del contexto del Antiguo Testamento y afirma que Dios “es el juez de la tierra” (Génesis 18:25); Pablo utiliza un término forense (“justificar”). No hay justo ni aún uno; todos han pecado: judíos y gentiles. El resultado es que, en aplicación de la ley, todos han de ser condenados (Romanos 3:23).

La gracia de Dios manifestada en Jesucristo (Romanos 3:24) hace posible que, mediante la fe (Romanos 3;22), todos los hombres y mujeres puedan ser librados de la ley, algo que en el alegato paulino se identifica con las obras: la gracia es la única vía para ser declarados justos. De hecho, para Pablo, sin la doctrina de la justificación no puede entenderse ninguna de las demás enseñanzas básicas de la fe cristiana.

La justificación es, por lo tanto, la clave de todo el pensamiento teológico del apóstol y es, por extensión y adopción, de la Reforma. Nos encontramos ante una postura firme en contra del seguidismo ciego de la ley que esclaviza, tal y como habían impuesto los fariseos y, con ellos, los judaizantes cristianos.

En su argumentación, Pablo no opone la fe a las obras, sino al sometimiento ritualista de la ley. Sin embargo, unida esta doctrina de la gratuidad de la justificación a la idea que el propio apóstol siembra de la inminencia del regreso de Jesús para arrebatar a su iglesia (1ª Tesalonicenses 4:13-5:2), hace que muchos cristianos adopten una conducta pasiva, irresponsable, absentista, dejando a un lado no sólo la ambición personal, sino la solidaridad creativa, ante las necesidades de la comunidad (que es el resultado que Santiago valora y trata de corregir).

II. El contrapunto de Santiago como equilibrio teológico

La tardía aparición de la epístola de Santiago (el propio texto  hace referencia a que fuera escrita después del año 70, sin que existan vestigios documentales de esta carta hasta el siglo III) viene a equilibrar no tanto la doctrina de la justificación por la fe, que tan querida resultaría siglos después al reformador Martín Lutero, sino el desvío hacia una fe estática y vacía de contenidos en que estaba convirtiéndose (o tenía el peligro de convertirse) la formulación paulina sobre la doctrina de la justificación.

Santiago, que comparte el principio teológico esgrimido por Pablo, desciende al terreno pastoral y busca la santificación (o perfección) de los cristianos. Se reafirma en que la fe es el camino que conduce a Dios, pero propone que los lectores no se instalen en una fe teórica, atemporal, sino que se conviertan en “hacedores de la palabra”, e identifica ley con libertad, pero una libertad creativa, responsable, solidaria.

En definitiva, Pablo y Santiago han de ser estudiados no como opuestos sino como complementarios, y sus énfasis teológicos no deberían ser vistos como antinómicos sino como dos partes inseparables de un todo. Y debería hacerse sin perder de vista la predicación de Jesús en referencia permanente a la justicia de Dios (cfr. Marcos 6:33, Lucas18:14, Mateo.5:6) y al mensaje en torno al Reino de Dios; que se introduce entre nosotros (Mateo10:27; 12:22; Lucas10:9, 17:21); sin olvidar, por supuesto, la parábola del hijo pródigo (Marcos 1:15).

Si analizamos con detenimiento los escritos de ambos autores, encontraremos un punto de equilibrio teológico en lo que tiene que ver con la justificación. Pablo enfatiza que la justificación es por medio de la fe y Santiago matiza que la fe no puede separarse de las obras de justicia y denuncia lo que considera una fe estéril.

Santiago no muestra discrepancia con la doctrina de la justificación por la fe que propone Pablo. Es más, Santiago mismo cita Gen.15:6 (Santiago 2:23) en armonía con Pablo (Romanos 4:3), para mostrar que el tipo fe mostrado por Abraham es el salvoconducto para ser declarado justo. Lo que Santiago hace es corregir la aplicación que viene haciéndose de la teología paulina que da a la justificación por la fe un sentido absoluto, excluyente, con respeto a las obras de justicia. Santiago denuncia un tipo de fe estática, trascendente, unidireccional, estéril, desconectada de la realidad comunitaria. La fe, si no va acompañada de las obras, es un cadáver.

Por otra parte, el mismo Pablo atempera su doctrina del juicio en el contexto de Romanos: “el cual (Dios) pagará a cada uno conforme a sus obras” (Romanos 2:6). El resultado es que puesto que nadie puede llegar con sus obras al nivel que la ley exige (Romanos 3:9ss), el resultado es que todos serán irremisiblemente condenados. Luego las obras no son un medio sino un resultado, el fruto natural que reafirma la operación de la gracia divina.

Pablo percibe la ley como un instrumento para que los israelitas alcancen una clara conciencia de la dimensión del pecado, cumpliendo a la vez un papel de paidagogos o ayo encargado de conducirnos, a ellos y a nosotros, a Cristo (Romanos 3:20, Gálatas 3:19-24).

III. Implicaciones ecuménicas

La ecumene cristiana se ha visto gravemente dañada a causa del foso histórico que se abre entre protestantes y católico-romanos a causa de sus propios énfasis en torno a la doctrina de la justificación.

La radicalidad con que sectores protestantes han tratado esta doctrina, enfatizando la absoluta pasividad del hombre, debido a la corrupción de la naturaleza humana, frente a la insistencia católico-romana de la doctrina de la cooperación del ser humano a su salvación mediante las “buenas obras”, rebajando con ello el papel de la gracia, ha sido uno de los grandes obstáculos para facilitar una aproximación teológica. La defensa del concepto de gratuidad frente al valor de los méritos dependientes del ser humano, ha dificultado el poder profundizar en ese diálogo.

Con el Acuerdo sobre la justificación firmado por católico-romanos y luteranos el 31 de octubre de 1999, recientemente ratificado por otros grupos protestantes, cuyo documento ya había sido publicado como Declaración conjunta en febrero de 1997, fueron abiertas unas expectativas que, aun siendo importantes y esperanzadoras, no condujeron a establecer vínculos estables entre ambas confesiones religiosas más allá de los pronunciamientos institucionales. A esta iniciativa se une el diálogo abierto por parte de la Iglesia católico-romana con anglicanos, metodistas y ortodoxos, así como con algunos grupos bautistas e incluso pentecostales[1]. Por razones diversas, ninguna de esas iniciativas ha culminado en un cambio sustancial que responda al sueño de algunos ecumenistas dotados de una loable buena voluntad de ver unidas estructuralmente las iglesias cristianas de diverso signo denominacional.

La Iglesia luterana representa un sector importante del mundo protestante, pero ni ella ni el resto de denominaciones representa a la mayoría del protestantismo, estructurado en diferentes familias con plena autonomía e independencia entre sí, aunque la mayoría de ellas formen parte de foros tan importantes como el Consejo Mundial de las Iglesias. Tampoco cumplen esa función las diferentes iglesias ortodoxas ni la Comunión anglicana.

Ahora bien, sin que el Acuerdo al que hemos hecho referencia vaya a conducir a una unidad uniformadora, su importancia y trascendencia radica en que haya sido firmado por la Iglesia católico-romana, y lo haya hecho desde la comprensión de la justificación por la gracia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, sin restricciones, en base a una confluencia teológica superadora de las discrepancias surgidas en el siglo XVI. Es indudable que se trata de un giro importante por parte de la iglesia romana sintonizando su postura con el corpus doctrinal de la Reforma que busca su legitimidad, más que en la tradición eclesial, en la exegesis bíblica.

Con todo, llegar a este punto de acuerdo entre luteranos y católico-romanos, al que luego se han adherido otros grupos, no resultó tarea sencilla. Tanto antes, como en el intervalo transcurrido entre la Declaración de 1997 y el Acuerdo de 1999, otros documentos fueron allanando el camino, siendo el precursor de todos ellos la Relación de Malta sobre “El Evangelio y la Iglesia (1972), que incluye un apartado sobre el problema doctrinal de la justificación. De 1983 data el documento, Justificación por la fe en los EE UU. En 1986 Karl Lehmann y Wolhahrt Pannenberg publicaron en Alemania el estudio, ¿Anatemas dogmáticos que dividen la iglesia y, en 1994, cinco años antes del Acuerdo, se publicó el documento internacional Iglesia y justificación[2].

En cualquier caso, e independientemente del alcance que haya podido tener o pudiera alcanzar aún en el futuro el Acuerdo sobre la justificación, se pone de manifiesto que en los tiempos que corren resulta más asequible ponerse de acuerdo en temas doctrinales, por muy escabrosos que resulten, que en asuntos estructurales, litúrgicos o, incluso, pastorales, como pudiera ser la aceptación por parte de la Reforma de la autoridad monárquica o primado del Papa o bien, por parte de Roma aceptar el sacerdocio de la mujer o la pluralidad de iglesias autónomas en un plano de igualdad, o la nula irrelevancia que las iglesias protestantes puedan conceder a la sucesión apostólica, al no aceptarla como una institución de derecho divino sino como resultado de la evolución histórica de la comunidad cristiana.

Conclusión

La doctrina de la justificación subyace en los tres principios teológicos de la Reforma del siglo XVI (sola fe, sola gracia, sola escritura) y, de manera más específica, se remarca que la salvación se adquiere únicamente por la gracia de Dios, es decir, gratuitamente.

Lutero afirmaría, con la contundencia que le era propia, que la gracia opera con tal poder que somos considerados total y plenamente justos ante Dios. Por la fe, Cristo mora en el creyente, es decir, vive, reina y actúa en la vida del cristiano; Dios nos imputa sus méritos. De esta forma, el cristiano experimenta a Cristo como una realidad activa y presente en su vida.

La doctrina de la justificación por medio de la fe es un toque de atención a los desvíos doctrinales que se han producido en la Iglesia universal, colocando en su lugar creencias y prácticas que no encuentran soporte en la exégesis bíblica. Pero es, a la vez, un aldabonazo a las iglesias herederas de la Reforma para que revisen la tentación de caer en una fe inoperante, estéril, que deja a un lado las obras de justicia derivadas de una nueva vida, adoptando un rol pasivo, exento de responsabilidad, argumentando que Cristo ha completado la obra y su gracia es suficiente para la salvación de los creyentes.

En resumen, la salvación se alcanza por fe, sin el concurso de las obras humanas, pero una fe sin obras derivadas de la nueva vida en Cristo, es un cadáver que hiede.

[1] cfr. González Montes, A., Enchiridion Oecumenicum, (2 vols.) Centro de Estudios Orientales y Ecuménicos “Juan XXIII”, Univ. Pontifica de Salamanca (1986, 1993). Recoge y comenta los documentos producidos en torno al dialogo ecuménico entre la iglesia católico-romana y otras confesiones.

[2] Versión española de A. González Montes, La Concepción del la Iglesia a la luz de la justificación, Centro de Estudios Orientales y Ecuménicos “Juan XXIII”, Univ. Pontifica de Salamanca (1996).


(Otros artículos de esta misma serie, publicados en Actualidad Evangélica, son: El pecado de la equidistancia, La Reforma y el Cambio Social, La Reforma y el compromiso social, La Reforma y el signo de los tiempos, Reforma y activismo social).


Autor: Máximo García Ruiz*, Julio 2017.


© 2017- Nota de Redacción: Las opiniones de los autores son estríctamente personales y no representan necesariamente la opinión o la línea editorial de Actualidad Evangélica.

20120929-1*MÁXIMO GARCÍA RUIZ, nacido en Madrid, es licenciado en Teología por la Universidad Bíblica Latinoamericana, licenciado en Sociología por la Universidad Pontificia de Salamanca y doctor en Teología por esa misma universidad. Profesor de Historia de las Religiones, Sociología e Historia de los Bautistas en la Facultad de Teología de la Unión Evangélica Bautista de España-UEBE (actualmente profesor emérito), en Alcobendas, Madrid y profesor invitado en otras instituciones. Pertenece a la Asociación de Teólogos Juan XXIII. Ha publicado numerosos artículos y estudios de investigación en diferentes revistas, diccionarios y anales universitarios y es autor de 21 libros y de otros 12 en colaboración, algunos de ellos en calidad de editor.

La Reforma protestante y la creación de los estados modernos  europeos, 1

Humanismo y Renacimiento

Máximo García Ruiz

La creación de los estados modernos europeos, tal y como los conocemos hoy en día, no hubiera sido posible sin la existencia de la Reforma protestante y su correlato, el Concilio de Trento, tal y como veremos más adelante.

De igual forma, la Reforma no hubiera podido tener lugar, en su inmediatez histórica, sin la existencia del Humanismo y su manifestación artística y científica conocida como Renacimiento. Ahora bien, para poder centrar el tema, tenemos que remontarnos a la era anterior, la Edad Media, y poner nuestra mirada inicial, como punto de partida, en la Escolástica, el sistema educativo, el sistema teológico que identifica ese período, así como en el Feudalismo como forma de gobierno y estructuración social.

Para el escolasticismo la educación estaba reservada a sectores muy reducidos de la población, sometida a un estricto control de parte de la Iglesia. A esto hay que añadir que el sistema social estaba subordinado, a su vez, al ilimitado y caprichoso poder de los señores feudales bajo el paraguas de la Iglesia medieval que no sólo controlaba la cultura, sino que sometía las voluntades de los siervos, que no ciudadanos, amparada por un régimen considerado sagrado, en el que sus representantes actuaban en el nombre de Dios.

La Escolástica se desarrolla sometida a un rígido principio de autoridad, siendo la Biblia, a la que paradójicamente muy pocos tienen acceso, la principal fuente de conocimiento, siempre bajo el riguroso control de la jerarquía eclesiástica. En estas circunstancias, la razón ha de amoldarse a la fe y la fe es gestionada y administrada por la casta sacerdotal.

En ese largo período que conocemos como Edad Media, en especial en su último tramo, se producirían algunos hechos altamente significativos, como la invención de la imprenta (1440) o el descubrimiento de América (1492), que tendrán una enorme repercusión en ámbitos tan diferentes como la cultura, las ciencias naturales y la economía. En el terreno religioso, la escandalosa corrupción de la Iglesia medieval llegó a tales extremos que fueron varios los pre-reformadores que intentaron una reforma antes del siglo XVI: John Wycliffe (1320-1384), Jan Hus (1369-1415), Girolamo Savonarola (1452-1498), o el predecesor de todos ellos, Francisco de Asís (1181/2-1226) y otros más en diferentes partes de Europa. Todos ellos, salvo Francisco de Asís, que fue asimilado por la Iglesia, tuvieron un final dramático, sin que ninguno de esos movimientos de protesta, no siempre ajustados por acciones realmente evangélicas, consiguiera mover a la Iglesia hacia posturas de cambio o reforma.

No era el momento. No se daban los elementos necesarios para que germinaran las proclamas de estos aguerridos profetas, cuya voz quedó ahogada en sangre. El pueblo estaba sometido al poder y atemorizado por las supersticiones medievales; las élites eran ignorantes y no estaban preparadas para secundar a esos líderes que, como Juan el Bautista, terminaron clamando en el desierto, a pesar de que su mensaje, como las melodías del flautista de Hamelin, consiguiera arrastrar tras de sí algunos centenares o miles de personas. ¿Cuál fue la diferencia en lo que a Lutero se refiere? La respuesta, aparte de invocar aspectos transcendentes conectados con la fe de los creyentes es, desde el punto de vista histórico, sencilla y, a la vez, complicada; hay que buscarla, entre otras muchas circunstancias históricas, en el papel y en la influencia que ejercieron el Humanismo y el Renacimiento. Existen otros factores, sin duda, pero nos centraremos en estos dos.

Identificamos como Humanismo, al movimiento producido desde finales del siglo XIV que sigue con fuerza durante el XV y se proyecta al XVI, que impulsa una reforma cultural y educativa como respuesta a la Escolástica, que continuaba siendo considerada como la línea de pensamiento oficial de la Iglesia y, por consiguiente, de las instituciones políticas y sociales de la época. Mientras que para la educación escolástica las materias de estudio se circunscribían básicamente a la medicina, el derecho y la teología,  los humanistas se interesan vivamente por la poesía, la literatura en general (gramática, retórica, historia) y la  filosofía, es decir, las humanidades. Con ello se descubre una nueva filosofía de la vida, recuperando como objetivo central la dignidad de la persona. El hombre pasa a ser el centro y medida de todas las cosas.

La corriente humanista da origen a la formación del espíritu del Renacimiento, produciendo personajes tan relevantes como, Petrarca (1304-1374) o Bocaccio (1313-1375), Nebrija (1441-1522), Erasmo (1466-1536), Maquiavelo (1469-1527), Copérnico (1473-1543), Miguel Ángel (1475-1564), Tomás Moro (1478-1535), Rafael (1483-1520), Lutero (1483-1546), Cervantes (1547-1616), Bacon (1561-1626), Shakespeare (1564-1616), sin olvidar la influencia que sobre ellos pudieron tener sus predecesores, Dante (1265-1321), Giotto (1266-1337), y algunos otros pensadores de la época. Estos y tantos otros humanistas, unos desde la literatura, otros desde la filosofía, algunos desde la teología y otros desde el arte y las ciencias, contribuyeron al cambio de paradigma filosófico, teológico y social, haciendo posible el tránsito desde la Edad Media a la Edad Contemporánea, período de la historia que algunos circunscriben al transcurrido desde el descubrimiento de América (1492) a la Revolución Francesa (1789).

El Renacimiento se identifica por dar paso a un hombre libre, creador de sí mismo, con gran autonomía de la religión que pretende mantener el monopolio de Dios y el destino de los seres humanos. El Humanismo y el Renacimiento se superponen, si bien mientras el Humanismo se identifica específicamente, como ya hemos apuntado, con la cultura, el Renacimiento lo hace con el arte, la ciencia, y la capacidad creadora del hombre. El Renacimiento hace referencia a la civilización en su conjunto.

En resumen, el Humanismo es una corriente filosófica y cultural que sirve de caldo de cultivo al Renacimiento, que surge como fruto de las ideas desarrolladas por los pensadores humanistas, que se nutren a su vez de las fuentes clásicas tanto griegas como romanas. Marca el final de la Edad Media y sustituye el teocentrismo por el antropocentrismo, contribuyendo a crear las condiciones necesarias para la formación de los estados europeos modernos. Una época de tránsito en la que desaparece el feudalismo y surge la burguesía y la afirmación del capitalismo, dando paso a una sociedad europea con nuevos valores.

Visto lo que antecede, estamos en condiciones de juzgar la influencia que este cambio de ciclo histórico pudo tener en la Reforma promovida por Lutero en primera instancia, secundada por Zwinglio, Calvino, y otros reformadores del siglo XVI, y valorar de qué forma estos cambios contribuyeron a la formación de los modernos estados europeos.

Pero éste será tema de una segundan entrega.

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