OPINIÓN / MÁXIMO GARCÍA RUIZ
REFORMA. El Magnificat, Lutero y la Virgen María
(MÁXIMO GARCÍA RUIZ*, 01/09/2017) | Insistimos en un detalle que no deberíamos perder de vista, relacionado con Martin Lutero y la Reforma que promovió en el siglo XVI: Lutero era un monje agustino y continuó siéndolo hasta que fue excomulgado con ocasión de la Dieta de Worms en el año 1521. De hecho, utilizó el hábito de la Orden hasta octubre de 1524.
Otro detalle importante para entender la figura del reformador es que, aunque estuviera influenciado por el Humanismo renacentista, Lutero no dejó de ser un hombre medieval; su estructura mental, sus valores, así como algunas de sus creencias más arraigadas, estaban identificadas con la cultura de la Edad Media. Si cupiera alguna duda a este respecto, baste para demostrarlo su comportamiento ante la Guerra de los Campesinos, en la que, después de una primera fase de aparente neutralidad, no duda en colocarse al lado de los señores feudales, alentando y justificando la cruel matanza que tiñó de rojo su biografía. Volveremos sobre ese tema en otra ocasión.
Centrémonos ahora en sus aportes para restaurar las grandes doctrinas bíblicas resumidas en los cinco solos (sola escritura, sola gracia, sola fe, solo Cristo, solo gloria a Dios); y, naturalmente, el poner en marcha la reforma de la Iglesia, sin olvidar que en los planes de Lutero nunca estuvo fundar una nueva iglesia ni transformar la sociedad. Lo suyo fue una reforma espiritual y religiosa; otro tema que merece una atención específica.
En su período de mayor producción literaria, encerrado y custodiado en el castillo de Wartburg, tal vez el período más difícil de su vida, que aprovechó para redactar sus tratados doctrinales más importantes, Lutero escribió, entre noviembre de 1520 y junio de1521, un Comentario al Magnificat (cfr. Lucas 1:46-.56), en el que expresa con gran belleza la ternura de su devoción a María, si bien señala de forma indubitable el papel redentor de Cristo. Se trata de una reflexión profundamente teológica, pero envuelta en un ropaje intensamente espiritual. Tal vez por tratarse del tema que trata, éste sea uno de los trabajos de Lutero menos conocido por la tradición protestante, especialmente ignorado en el sector evangélico hispano.
El pasaje de Lucas es, en sí mismo, una reflexión teológica de gran calado, sobre la que no vamos a hacer en esta ocasión la exégesis que se merece, para centrar nuestra atención en la propia reflexión de Lutero y su devoción mariana, que permanece en esa primera etapa de la Reforma como patrimonio espiritual del reformador. Y aunque se trata de una exposición bíblica, no deja de percibirse la devoción que el monje agustino sentía por María. Por una parte, Lutero se muestra cauteloso para no convertir a María en un ídolo; por otra, se despide invocando su intercesión. La propia introducción que Lutero hace al inicio de su comentario muestra su fervor personal: “Que esta dulce madre de Dios me consiga capacidad de espíritu para comentar su cántico útil y profundamente”.
En medio de la tormenta que le asedia, perseguido, escondido para no ser atrapado por las tropas del emperador y la inquina del papa, en medio de la profunda tensión que le embarga en la traducción del Nuevo Testamento y la elaboración de otros brillantes documentos, como La cautividad babilónica de la Iglesia o los debates epistolares con Erasmo, Lutero se refugia en el Magníficat y muestra una serenidad que no deja de producir admiración y un profundo respeto a su extraordinaria sensibilidad espiritual. El texto que comenta Lutero es el siguiente:
Engrandece mi alma al Señor,
y mi espíritu se regocija en Dios, mi salvador.
Porque se ha la bajeza de su sierva;
pues he aquí, desde ahora me dirán bienaventurada todas las generaciones.
Porque me ha hecho grandes cosas el Poderoso;
Santo es su nombre,
y su misericordia es de generación en generación
a los que le temen.
Hizo proezas con su brazo,
esparció a los soberbios en el pensamiento de sus corazones.
Quitó de los tronos a los poderosos,
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos colmó de bienes,
y a los ricos envió vacíos.
Socorrió a Israel su siervo,
acordándose de la misericordia,
de la cual habló a nuestros padres,
para con Abrahán y su descendencia para siempre.
***
La reflexión de Lutero se centra desde su inicio en mostrar el valor de la Palabra de Dios a la que María tiene acceso por la iluminación del Espíritu Santo. La referencia a María es, en todo caso como “la bienaventurada virgen María”, “la santa Virgen” que ha recibido el Espíritu Santo. Después de hacer un largo exordio acerca de la grandeza de Dios y su infinita capacidad para controlar y cuidar de su creación, cierra su meditación de la forma siguiente: “Bien, pues esto mismo es lo que hace la dulce madre de Dios: por el ejemplo de su experiencia y por medio de su palabra nos dice la forma en que se tiene que reconocer, amar y alabar a Dios”. Sin embargo, la prioridad de Lutero se centra en desgranar el sentido del texto que comenta y dedica una meticulosa atención a los vocablos alma y espíritu para resaltar la acción divina en el ser humano por medio de la fe, descartando el valor de las obras.
Ahora bien, aun estando ligado a su devoción mariana, comentando la última palabra del Magníficat, “mi alma”, Lutero deja clara su postura en cuanto a la fuente de salvación: “No dice María `mi alma se glorifica a sí misma`, ni ` mi alma se complace en mí`, sino que se limita a exaltar a Dios, sólo a él le atribuye todo; se despoja de todo para dárselo a Dios, de quien lo ha recibido”. Lutero admite que María “fue agraciada por la acción sobreabundante de Dios, pero no está dispuesta a considerarse por encima del más humilde de la tierra; y si lo hubiera hecho, habría sido arrojada a lo más profundo del infierno con Lucifer”.
Para Lutero son concluyentes las palabras de María: “Mi espíritu se regocija en Dios mi salvador”. En ese proceso de tránsito entre la devoción del monje agustino y las creencias ya firmes del reformador, Lutero se muestra espiritualmente centrado, no ocultando la piedad que le inspira la madre de Jesús, pero firme en la creencia de que sólo Cristo salva.
(Otros artículos de esta misma serie, publicados en Actualidad Evangélica, son: El pecado de la equidistancia, La Reforma y el Cambio Social, La Reforma y el compromiso social, La Reforma y el signo de los tiempos, Reforma y activismo social, La Reforma y la Justificación por la fe; Reforma: ¿Protestantes, evangélicos, católicos?).
Autor: Máximo García Ruiz*, Septiembre 2017.
© 2017- Nota de Redacción: Las opiniones de los autores son estríctamente personales y no representan necesariamente la opinión o la línea editorial de Actualidad Evangélica.
*MÁXIMO GARCÍA RUIZ, nacido en Madrid, es licenciado en Teología por la Universidad Bíblica Latinoamericana, licenciado en Sociología por la Universidad Pontificia de Salamanca y doctor en Teología por esa misma universidad. Profesor de Historia de las Religiones, Sociología e Historia de los Bautistas en la Facultad de Teología de la Unión Evangélica Bautista de España-UEBE (actualmente profesor emérito), en Alcobendas, Madrid y profesor invitado en otras instituciones. Pertenece a la Asociación de Teólogos Juan XXIII. Ha publicado numerosos artículos y estudios de investigación en diferentes revistas, diccionarios y anales universitarios y es autor de 21 libros y de otros 12 en colaboración, algunos de ellos en calidad de editor.
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La Reforma protestante y la creación de los estados modernos europeos, 1
Humanismo y Renacimiento
Máximo García Ruiz
La creación de los estados modernos europeos, tal y como los conocemos hoy en día, no hubiera sido posible sin la existencia de la Reforma protestante y su correlato, el Concilio de Trento, tal y como veremos más adelante.
De igual forma, la Reforma no hubiera podido tener lugar, en su inmediatez histórica, sin la existencia del Humanismo y su manifestación artística y científica conocida como Renacimiento. Ahora bien, para poder centrar el tema, tenemos que remontarnos a la era anterior, la Edad Media, y poner nuestra mirada inicial, como punto de partida, en la Escolástica, el sistema educativo, el sistema teológico que identifica ese período, así como en el Feudalismo como forma de gobierno y estructuración social.
Para el escolasticismo la educación estaba reservada a sectores muy reducidos de la población, sometida a un estricto control de parte de la Iglesia. A esto hay que añadir que el sistema social estaba subordinado, a su vez, al ilimitado y caprichoso poder de los señores feudales bajo el paraguas de la Iglesia medieval que no sólo controlaba la cultura, sino que sometía las voluntades de los siervos, que no ciudadanos, amparada por un régimen considerado sagrado, en el que sus representantes actuaban en el nombre de Dios.
La Escolástica se desarrolla sometida a un rígido principio de autoridad, siendo la Biblia, a la que paradójicamente muy pocos tienen acceso, la principal fuente de conocimiento, siempre bajo el riguroso control de la jerarquía eclesiástica. En estas circunstancias, la razón ha de amoldarse a la fe y la fe es gestionada y administrada por la casta sacerdotal.
En ese largo período que conocemos como Edad Media, en especial en su último tramo, se producirían algunos hechos altamente significativos, como la invención de la imprenta (1440) o el descubrimiento de América (1492), que tendrán una enorme repercusión en ámbitos tan diferentes como la cultura, las ciencias naturales y la economía. En el terreno religioso, la escandalosa corrupción de la Iglesia medieval llegó a tales extremos que fueron varios los pre-reformadores que intentaron una reforma antes del siglo XVI: John Wycliffe (1320-1384), Jan Hus (1369-1415), Girolamo Savonarola (1452-1498), o el predecesor de todos ellos, Francisco de Asís (1181/2-1226) y otros más en diferentes partes de Europa. Todos ellos, salvo Francisco de Asís, que fue asimilado por la Iglesia, tuvieron un final dramático, sin que ninguno de esos movimientos de protesta, no siempre ajustados por acciones realmente evangélicas, consiguiera mover a la Iglesia hacia posturas de cambio o reforma.
No era el momento. No se daban los elementos necesarios para que germinaran las proclamas de estos aguerridos profetas, cuya voz quedó ahogada en sangre. El pueblo estaba sometido al poder y atemorizado por las supersticiones medievales; las élites eran ignorantes y no estaban preparadas para secundar a esos líderes que, como Juan el Bautista, terminaron clamando en el desierto, a pesar de que su mensaje, como las melodías del flautista de Hamelin, consiguiera arrastrar tras de sí algunos centenares o miles de personas. ¿Cuál fue la diferencia en lo que a Lutero se refiere? La respuesta, aparte de invocar aspectos transcendentes conectados con la fe de los creyentes es, desde el punto de vista histórico, sencilla y, a la vez, complicada; hay que buscarla, entre otras muchas circunstancias históricas, en el papel y en la influencia que ejercieron el Humanismo y el Renacimiento. Existen otros factores, sin duda, pero nos centraremos en estos dos.
Identificamos como Humanismo, al movimiento producido desde finales del siglo XIV que sigue con fuerza durante el XV y se proyecta al XVI, que impulsa una reforma cultural y educativa como respuesta a la Escolástica, que continuaba siendo considerada como la línea de pensamiento oficial de la Iglesia y, por consiguiente, de las instituciones políticas y sociales de la época. Mientras que para la educación escolástica las materias de estudio se circunscribían básicamente a la medicina, el derecho y la teología, los humanistas se interesan vivamente por la poesía, la literatura en general (gramática, retórica, historia) y la filosofía, es decir, las humanidades. Con ello se descubre una nueva filosofía de la vida, recuperando como objetivo central la dignidad de la persona. El hombre pasa a ser el centro y medida de todas las cosas.
La corriente humanista da origen a la formación del espíritu del Renacimiento, produciendo personajes tan relevantes como, Petrarca (1304-1374) o Bocaccio (1313-1375), Nebrija (1441-1522), Erasmo (1466-1536), Maquiavelo (1469-1527), Copérnico (1473-1543), Miguel Ángel (1475-1564), Tomás Moro (1478-1535), Rafael (1483-1520), Lutero (1483-1546), Cervantes (1547-1616), Bacon (1561-1626), Shakespeare (1564-1616), sin olvidar la influencia que sobre ellos pudieron tener sus predecesores, Dante (1265-1321), Giotto (1266-1337), y algunos otros pensadores de la época. Estos y tantos otros humanistas, unos desde la literatura, otros desde la filosofía, algunos desde la teología y otros desde el arte y las ciencias, contribuyeron al cambio de paradigma filosófico, teológico y social, haciendo posible el tránsito desde la Edad Media a la Edad Contemporánea, período de la historia que algunos circunscriben al transcurrido desde el descubrimiento de América (1492) a la Revolución Francesa (1789).
El Renacimiento se identifica por dar paso a un hombre libre, creador de sí mismo, con gran autonomía de la religión que pretende mantener el monopolio de Dios y el destino de los seres humanos. El Humanismo y el Renacimiento se superponen, si bien mientras el Humanismo se identifica específicamente, como ya hemos apuntado, con la cultura, el Renacimiento lo hace con el arte, la ciencia, y la capacidad creadora del hombre. El Renacimiento hace referencia a la civilización en su conjunto.
En resumen, el Humanismo es una corriente filosófica y cultural que sirve de caldo de cultivo al Renacimiento, que surge como fruto de las ideas desarrolladas por los pensadores humanistas, que se nutren a su vez de las fuentes clásicas tanto griegas como romanas. Marca el final de la Edad Media y sustituye el teocentrismo por el antropocentrismo, contribuyendo a crear las condiciones necesarias para la formación de los estados europeos modernos. Una época de tránsito en la que desaparece el feudalismo y surge la burguesía y la afirmación del capitalismo, dando paso a una sociedad europea con nuevos valores.
Visto lo que antecede, estamos en condiciones de juzgar la influencia que este cambio de ciclo histórico pudo tener en la Reforma promovida por Lutero en primera instancia, secundada por Zwinglio, Calvino, y otros reformadores del siglo XVI, y valorar de qué forma estos cambios contribuyeron a la formación de los modernos estados europeos.
Pero éste será tema de una segundan entrega.